O es esta una crónica que ahonde en el amigo imaginario ni un tratado sobre ese momento en el que el Alonso Quijano, Don Quijote, comenta aquello de “Hamete que pocas veces ví a Sancho Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal era la amistad y buena fe que entre los dos se guardaban”. La amistad tiene ese toque cómplice que nace en el momento en que una persona le dice a otra “¡Qué! ¿Tú también? Pensé que era el único”. Eso es lo que debió pasar cuando aquellos propietarios de los terrenos, los señores Solaegui, Real de Asúa y Arana se pusieron de acuerdo sobre sus linderos, a cuya vía divisoria, o calle, denominaron La Amistad, por haber surgido de un pacto entre amigos. En 1881 la cedieron al Ayuntamiento. Esta calle vivió el primer salto de la Ría por parte de la población del Bilbao de la margen derecha, y fue centro de todo el movimiento que arrastraban los muelles de Ripa y las Estaciones Ferroviarias de Abando y de La Naja, que con su peculiar trasiego de viajeros dieron a la calle un sello particular. No es, como ven, un nombre genérico, universal. La calle La Amistad que nace en la calle Navarra y desemboca en la calle Villarías lleva consigo una historia real a cuestas. De carne y hueso.

Las primeras casas de esta calle se construyeron en la última década del siglo XIX. Pronto fue convirtiéndose en un lugar cercano, algo parecido a un patio de encuentros. Fondas, pensiones, restaurantes, bares, lonjas en alquiler de carros de burros, ultramarinos, viajeros, maleteros, serenos, etc., protagonizaron un singular costumbrismo bilbaino durante más de medio siglo. Hoy sigue siendo una calle con personalidad propia pero tiene un ayer inolvidable.

En aquellos primeros días en el número uno estaba ubicado el frontón de La Amistad. Hacia 1860 ya se jugaban en él partidos profesionales con apuestas. Pertenecía a una sociedad privada y con el tiempo pasó a convertirse en salón de baile hasta su demolición en 1897, cuando ya se había convertido en lugar recreativo popular en donde se celebraban bailes y meriendas.

En esta pequeña calle se establecieron cuatro afamadas fondas. En el propio nº 1 estaba La Valmasedana, regida por la familia Francés Ranero. En el nº 2 se localizaba la Fonda Begoña de los Silveiro, en la cual se alojaban los banderilleros y picadores de las cuadrillas de toreros de la Feria de agosto, que salían de la calle de La Amistad montados en sus caballos y todos vestidos de luces bajaban al Arenal a recoger a los matadores que se hospedaban en el Hotel Arana. De allí luego subían con las mulillas enjaezadas hasta Vista Alegre. Aún a comienzos del siglo XXI en la fachada de este número se veían las argollas en las que se ataban las monturas. Era un guiño al ayer.

¿Quieren más? En el nº 3 estaba la Fonda del Norte de Lucas Fernández en donde se instalaban los ciclistas de la época, como los hermanos Rodríguez, Delio y Emilio, y los hermanos Trueba. Cuentan que Lucas tenía una moto Harley-Davidson, probablemente la única en su tiempo en Bilbao, que se exhibía como un adorno en la calle. Muchas de las casas tenían, además, alguna pensión de extranjis, dirigidas por viudas.

Los maleteros y serenos proporcionaban información a los muchos viajeros que llegaban a Bilbao, que como primer destino traían escrito en un papel el nombre de la calle de La Amistad. Cuentan las crónicas que el punto de encuentro en este mundillo callejero en los años 40 y 50 era El Baracaldés, bar regido por los hermanos Nacor, Felche, América, Raquel y Rebeca, todos ellos de origen judío. El primero fue boxeador y por ello El Baracaldés era lugar obligado para comprar las entradas para las veladas de boxeo, ya fueran en el Frontón Euskalduna, en el Deportivo o en la Plaza de toros. En la zaguera de este bar, siempre lleno de clientes, entrando por un portón lateral, guardaba sus barricas y carruajes de variadas aceitunas el aceitunero, que ubicaba su carro de negocio ambulante en la esquina de Hurtado de Amézaga con Euskalduna y en la plaza Circular.

Era conocido en el nº 3 el Bar de Vélez, más tarde el Daly, y en el nº 5 el de La Amistad, propiedad de Juan de Zulueta y Faustino Miranda, arrumbador de la Aduana, oficio delicado, que consistía en abrir las cajas, bultos y embalajes que llegaban a la Aduana y que el inspector ordenaba abrir para su verificación. La denominación de arrumbador” tenía su miga y la acepción múltiples aplicaciones, válidas para marinos, vinateros e incluso parlantes. En el mar, el que busca rumbos; en las bodegas, el que trasiega y en el debate dialéctico, aquel que supera al contrincante. ¡Qué Bilbao, Wenceslao!

Sepa quien hoy se acerque por esos lares que la casa que hace esquina con Villarías fue proyectada en 1899 por el maestro de obras Domingo Fort y Barrenechea. Entre los vecinos de esta calle hay que recordar a Cecilio Ibarreche, portero de aquel Athletic de los Pichichi y una suerte de Gary Cooper a la bilbaina. También vivieron en esta calle los Antón Aguirre, padre e hijo, directores del Orfeón San Antón; un presidente del Athletic, José Ramón Odriozola; dos presidentes del Club Cocherito, Juan y Francisco Abrisketa; y un campeón de España de Boxeo, peso pesado, Mariano Echevarría. Hoy perduran algunas pensiones abiertas y el Lar defiende la cocina clásica, junto a un puñado de bares que mantienen el pulso. Un Starbucks, en la entrada, da el contrapunto. l