SI se busca su significado en la Real Academia Española de la Lengua puede leerse que la expresión “vale un Perú” equivale a una riqueza extraordinaria. No por nada, en el virreinato de aquel Perú colonial existían ricas minas de plata, muy abundantes en carnes y de altísima calidad. De plata fueron las muñecas de Roca Rey vestido de hombre de campo cuando se desenfundó la zurda, guardada en estuche de terciopelo, para empujarle a Esternón, el toro de su lío, hacia el pozo de las profundidades; ese que es el pozo de los deseos de los aficionados de ley. Naturales de plata y profundos sobre la arena, digo. Y de oro el corazón que ordenaba a la derecha del torero limeño embraguetarse y acercarse más y más, y un aún más de postre, en el broche corajudo de una faena que fue luminosa de este a oeste y de norte a sur.

Porque sin pasión, el hombre solo es una fuerza latente que espera una posibilidad, como el pedernal el choque del hierro, para lanzar chispas de luz. Pero el toreo de Roca Rey, además de resplandeciente, fue sonoro. Estalló como el grito de un buen salvaje en mitad de la selva desde el toreo de capa -las dos largas cambiadas de recibo, las chicuelinas en un galleo que recordaba, un paso aquí, otro allá, a un ensayo en los vestuarios del Bolsoi; las altaneras cargadas de electricidad y un par de medias (al menos una de las dos...) de ceñida cintura- hasta el comienzo de los percales, cuando Roca Rey se plantó a pies juntos y comenzó la faena con pases cambiados por la espalda que levantaron aleluyas en los tendidos reventones. El novillo toro, noblón pero a regañadientes, fue amortiguándose a cada paso. Y cuando ya parecía seco el pozo, asomó el ya cantado himno de las cercanías, el lío, el alboroto de dejarse llegar. Roca Rey se sintió entonces emperador en la arena y sus palabras se hicieron órdenes hasta que armó el brazo con acero templado y se lanzó hacia el morrillo del toro con fe de conquistador. Cayeron a plomo las dos orejas de plata, engrandecidas por el gallardo gesto de no sacarlas de la plaza por la puerta grande. Volveré a por la recompensa cuando vista de oro y no traje campero, dijo el limeño con su decisión de hombre honrado, de hombre que se siente capaz de vencer en otras mil batallas.

La tarde había empezado a caballo con Hermoso de Mendoza ofreciéndole al toro que le cupo en suerte los terrenos de toriles, dejándole llegar y clavando, en su cenit, dos banderillas sabrosas. A cada galope que daban toro y montura, la res fue apagándose como si fuese un peregrino en los últimos días o un penitente con los tobillos encadenados. Fue a menos y el jinete acabó dándole matarile de aquella manera. A la remanguillé.

Rompió la tarde de sedas y percales Enrique Ponce frente a Haragán, un novillo que hacía honor a su nombre. Tras un comienzo de manos bajas y forzoso, el animal demostró su espíritu: cobardón y huidizo. Desde contraquerencia el animal llegó hasta el portón de sustos y si no se fue más lejos fue porque no tenía cuerpo de saltavallas. Llegó tras él Ponce y el maestro de Chiva ya sabía entonces cuál era la lección: recetarle el derechazo más largo del mundo. Porque hila que te hila, sin despegarle la muleta del hocico de los belfos, embarcó al animal a dos muletazos que parecían interminables. Vista Alegre los jaleó con fuerza: no daban un penique por el novillote pequinés, pese a su aleonada fachada. El mal de espadas -le cayó la media algo trasera, me pareció entrever...- le privó de botín.

Lo logró, poco después, El Juli frente a Ocioso, otro novillo condenado por su mal nombre. A cada mano baja respondía el animal con un derrumbe, como si fuese un palacio de la Antigua Grecia. Una ruina, vamos. Lo toreó El Juli midiéndole las alturas y dándole oxígeno para que todo quedase en pie y con esmerado aseo. Llegó entonces el revés de la moneda: El Juli le asentó un uppercat y el toro besó la arena como besa la lona el boxeador grogui alcanzado: rodando. Oreja al vuelo.

Otra tanta recompensa cosechó la faena de Jose Mari Manzanares con un toreo propio de Cary Grant, elegante pero sin mancharse un ápice. El diestro levantino se encontró en Manijero, el sobrero de la tarde, con un animal de exigencias. El novillo pedía mano firme, como esos alumnos capaces pero díscolos. A cuentagotas, Manzanares iba desgranándole muletazos que unas veces sí y otras no. Dio la impresión de que a la faena le faltó una mano más de pintura. Una de Velázquez, pongamos por caso. Por la bella estampa de algunas composiciones, Manzanares se llevó una oreja de hojalata. También la buscó, como fuese, Cayetano pero su entregada porfía frente a Marteguilla se quedaba en cada lance en un casi. El animal no podía con su alma, la misma que envió a los infiernos el propio Cayetano a la segunda de espadas. Cerraba la tarde que se hizo noche Toñete. El novillero del festival se dio de bruces contra un novillo de feas mañas y buscabroncas. Y si a sus dificultades se le suman que a Toñete le queda pequeño aún el traje del oficio, todo fue apagándose. Sacaban a pie de Vista Alegre la plata.