Miren Ansoleaga, orgullosa de ser una ‘aldeana’ del mercado
Miren abandonó los estudios de filología hispánica para seguir el oficio de vendedora de su madre en La Ribera
CUANDO estudiaba Tercero de Filología Hispánica dijo: “A tomar por rasca la carrera; me voy a la huerta y a los invernaderos”. Dicho y hecho. Miren Ansoleaga se puso a trabajar a jornada completa con su madre, Vitori Orozko, en un puesto en el mercado de La Ribera. Tomó esa drástica decisión porque “lo mío es vocacional”, resume. No se cansa de repetir que le “encanta” lo que hace a pesar de que todos los días del año tiene que darse un buen madrugón, “sobre las seis de la mañana o antes”, para tener las hortalizas relucientes y dispuestas para ser vendidas a partir de las ocho. “Levantarme es lo que más me cuesta” confiesa, “sobre todo en invierno”. Pero una vez que coge el ritmo, Miren no para. Atiende con simpatía y alegría a todo el mundo que se dirige a su puesto, compartido con otras “aldeanas” en la primera planta de la plaza de abastos más importante de la capital vizcaina. “Sí, así nos llaman, las aldeanas”, sostiene orgullosa.
Miren se crió entre puerros, tomates y calabazas en el caserío Morterus, ubicado en el barrio Aretxalde de Lezama “en la frontera con Larrabetzu”, especifica. Desde que era una niña acompañaba a su madre al mercado de La Ribera. “Yo creo que empecé con 13 años” recuerda, “y me quedaba sola vendiendo cuando ella iba a hacer los recados”. O sea, que aprendió muy pronto el oficio. Ese acompañamiento que hacía únicamente los sábados le permitía tener unos mayores ingresos. “Me daba un poco más de paga”, recuerda. Así estuvo durante la época de estudiante, echándole una mano en días señalados, hasta que decidió dar un giro de 180 grados a su vida. Ella lo cuenta así: “Dejé de empollar en la uni porque estaba todo el día pidiendo pasta, y en mi casa no sobraba, así que pensé: ahora voy a tener mi dinerito, pero me lo curro yo”. A partir de ese momento se incorporó al puesto del mercado... hasta que llegaron las fatídicas inundaciones del verano de 1983.
“Después de aquello, que fue horroroso, mi madre dejó de venir, se quedó en la huerta, y yo comencé a venir sola al mercado”, rememora. Desde entonces ha faltado muy pocos días a la cita con sus clientes. Únicamente cuando se va con su marido de viaje, uno de sus grandes hobbies, además de la lectura. Miren lleva, por tanto, 33 años al frente de un negocio muy sacrificado “porque hay que estar todos los días en la huerta y en el puesto”. Aun así, insiste en que “me encanta, sobre todo por el trato con la gente, y eso creo que se me nota, que se transmite”. Es verdad. No calla. Tiene frases cariñosas para todos los que se acercan hasta su puesto. Por eso no se cansa de repetir que “lo mío es vocacional, totalmente vocacional”.
Lo que más le gusta es “recoger y vender” y lo que menos, además de levantarse al alba, “trabajar la huerta”. Para ello cuenta con la ayuda de su marido, que está jubilado. Con todo, “el trabajo en la huerta es duro, sobre todo en invierno, ya que hace frío y el día es corto y no da para nada”, dice. En verano es más agradecido porque hay mucha más variedad a la venta. “En estos momentos los productos estrella son los tomates, los pimientos y las vainas, que ya han empezado”, presenta. Todo fresco, recién sacado de la tierra. Ahí es donde radica la diferencia con respecto a otros comercios. “La gente me dice que cuando compran en una tienda las cosas se les pochan al de dos días y cuando me cogen a mí aguantan tres y cuatro días”, afirma.
Satisfacción Pero lo que más le satisface a Miren de su trabajo “no es cuando vendo todo, sino cuando llega una clienta y me dice que los pimientos que me compró estaban estupendos”. Eso es lo que más le gusta, “que lo que les he dado es bueno, que se fíen de mí”. Y eso lo aprendió de su madre, maestra de la venta en el mercado. “De ella aprendí a ser legal con la clientela, a decirle la verdad porque vender una lechuga la vende cualquiera, pero lo que hay que vender es fidelidad”. Ella tiene una clientela muy fiel. “La mayoría son clientes fijos”, declara, “y el resto son gente de paso”.
Uno de los fijos es Álvaro Garrido, prestigioso cocinero del restaurante Mina, en la calle Marzana, frente al mercado. “Es muy sibarita comprando, echa el ojo donde le gusta”, expresa. Y son muchas veces las que se para ante el puesto de Miren. Los turistas también se paran pero compran poco. “Algún tomate rojito, pero a lo que más vienen es a ver el mercado y a mear a los baños públicos”. No se le escapa ningún detalle a esta mujer que disfruta viajando y leyendo, además de trabajando. Y también le gusta “pingonear”, pero “tengo muy poco tiempo para eso”.