TAL día como hoy de hace diez años el Bilbao Basket vivió un viaje del cielo al infierno. El 13 de abril de 2013, los hombres de negro disputaron su primera final europea de su historia. En Charleroi, una gris ciudad belga, el equipo y sus aficionados estuvieron cerca de tocar el cielo sin ser plenamente conscientes de que poco después les esperaba un infierno del que el club aún se está recuperando. Quizás ese fue el lastre a la hora de afrontar esa final de la Eurocup ante el Lokomotiv Kuban, que fue netamente superior. Los jugadores que entrenaba entonces Fotis Katsikaris se vieron superados por el ambiente, por la oportunidad de dar el primer título de su historia al Bilbao Basket y porque sabían que podía estar en juego el futuro de mucha gente. No en vano, tres días antes de la final ya habían saltado crudamente a la escena pública los gravísimos problemas económicos que sufría el club.

No era la mejor manera de afrontar un partido decisivo, a los que se debe llegar con la cabeza limpia y centrada solo en el juego. Pese a ello, el Bilbao Basket se cargó de ilusión en su viaje a una gloria incierta. Más de 2.000 aficionados vizcainos la pasearon por las calles de Charleroi, las de Bruselas y las de otros ciudades belgas, ante cierta incredulidad de sus habitantes, con ganas de disfrutar de un momento único, de esos que quizás solo ocurren una vez. El Maneken Pis vestido de negro, la Grande Place llena de bufandas del Bilbao Basket, el Spiroudome convertido en una pequeña sucursal de Miribilla… En ese sentido, todo transcurrió con normalidad en las horas previas, en las que se disiparon todos los nubarrones para centrarse solo en el hecho deportivo que medía a dos equipos que habían tenido una trayectoria muy sólida en la competición, llenos de gente experta y de calidad que ya habían ganado títulos antes y que ofrecían garantías de competitividad.

Los aficionados del Bilbao Basket crearon un gran ambiente en el frío Spiroudome de Charleroi. OSKAR M. BERNAL

Sin embargo, en realidad eran dos polos opuestos. El Lokomotiv era un equipo con un gran soporte económico, un presupuesto altísimo, con jugadores de calibre NBA, ambición justificada y escasa afición. El Bilbao Basket, en cambio, había jugado la Final Four de la Eurocup tres años antes, había disputado la final de la Liga ACB dos cursos antes y había visitado las cancha de la Euroliga el año anterior. Pero se encontró de repente con pies de barro y con una ilusión colectiva, con esos 2.000 aficionados en Charleroi y muchísimos más en toda Bizkaia, que al final se convirtió en una presión exagerada e incontrolable. En la final, los hombres de negro acumularon errores impropios que facilitaron las cosas al conjunto ruso, en el que lucían nombres como Nick Calathes, Mantas Kalnietis, Derrick Brown, Simas Jasaitis, Richard Hendrix o Alexei Savrasenko. El Bilbao Basket peleó el partido, claro, aunque la pesada carga que llevaba en la mochila impidió alcanzar su mejor nivel a los Mumbrú, Hervelle, Raúl, Zisis, Vasileiadis, Grimau y compañía y el Lokomotiv se proclamó justo campeón.

La afición nada reprochó a su equipo, que en aquel instante de derrota se sintió en deuda con su gente. Pero esa oportunidad perdida resultó ser la antesala del infierno y esos problemas económicos para los que no se encontró solución estallaron al acabar esa temporada y los daños colaterales aún se arrastran. Nadie es capaz de asegurar qué habría ocurrido si el Bilbao Basket hubiera ganado aquella final, que daba plaza para la Euroliga. Pero el proyecto que había reunido tantas adhesiones, tantos apoyos, que había situado a lo más alto al baloncesto de Bizkaia había llegado herido y recibió ese día en Charleroi un golpe casi mortal.

Desde entonces, las cosas han cambiado mucho y el club regresó a la casilla de salida de la LEB para regenerarse como buenamente pudo y emprender un camino diferente siempre de la mano de esa afición que le acompañó y le arropó en la dura noche de Charleroi. Aquellas glorias efímeras de hace una década suenan inalcanzables ahora que el Bilbao Basket busca un sitio en el que encaje y no le quede grande ni pequeño.