A 4:03 del bocinazo final, The King, LeBron James, abdicó como lo hacen los más grandes. Con galantería y entereza. Elegante. Chocó el puño con su compañero Cedi Osman y antes de abandonar la cancha -¿su último partido en sus Cleveland Cavaliers?- saludó y felicitó uno por uno a sus rivales. Primero a Draymond Green, con el que se las volvió a tener tiesas durante todas las finales. Después, a su colega Kevin Durant. Posteriormente, a Andre Iguodala, a Klay Thompson y a un Stephen Curry que le aplaudió mientras se marchaba al banquillo. Así pierde el rey. Así se despide en la derrota al rey y se confirma la nueva dinastía que gobierna la NBA, unos Golden State Warriors que en la madrugada del sábado dieron carpetazo a las finales por la vía rápida, sin ni siquiera permitir que los Cavaliers eliminaran el rosco en su casillero de victorias. 4-0, tercer anillo en sus últimos cuatro cursos y una sensación de inmensa superioridad que coloca a los de Steve Kerr ante un futuro inmejorable si siguen manteniendo en nómina a sus principales puntuales, a esa formación conocida como el quinteto de la muerte a la que LeBron despidió, con un abrumador 77-102 en el marcador, antes de sentarse en el banquillo.

Tal fue la superioridad de los de Oakland, sobre todo en la segunda parte, que el cuarto duelo de las finales careció de la épica y la trascendencia de las grandes noches. Los anfitriones solo aguantaron el primer zarandeo de un rival dispuesto a dar carpetazo a la lucha por el título por la vía rápida. Cuando llegó el segundo, se desplomaron de forma sonora, de golpe, como esos pesos pesados que besan la lona tras caer a plomo. Lo de los Cavaliers en general y LeBron James en particular durante la segunda mitad fue una estampa dolorosa. Indigesta incluso. La prueba palpable de la manifiesta inferioridad de un equipo en el momento en el que su puntal ya no pudo dar más de sí, la diferencia de velocidades, sensaciones, aciertos y pulsos entre dos conjuntos que no parecían jugar a lo mismo. Tras el descanso, en esos terceros cuartos en los que acostumbra a lanzarse a la yugular rival, Golden State interpretó una sinfonía perfecta. Lo mismo ajusticiaba cualquier primer violín como Durant o Curry que lo hacía un Javale McGee sorprendentemente centrado y atinado o un Shaun Livingston increíblemente certero. ¿Y en Cleveland? Pues cada músico a lo suyo. En el momento en el que al director de orquesta -LeBron, Tyronn Lue interpreta un papel más secundario-, terriblemente exigido las últimas semanas para llevar a los suyos hasta este partido, le faltó aire y fuerza, aquello fue un desbarajuste absoluto entre pérdidas, horribles tiros y malos balances defensivos. En esos momentos, los Warriors, con Durant como MVP de las finales -no habría pasado nada si lo hubiera ganado Curry, sensacional con 37 puntos- ya se sintieron campeones. El 85-108 se fabricó mucho antes.

Los 24 puntos anotados por los de Steve Kerr en los siete primeros minutos del encuentro (13-24), fueron el prólogo de lo que estaba por llegar. Cleveland se resistió hasta el 39-38 en el ecuador del segundo acto tras llegar a verse once puntos por debajo, pero Curry se encargó de borrar el espejismo para colocar el 52-61 al descanso con uno de sus triples marca de la casa. Y lo que vino a continuación fue una masacre. Parcial de 0-6 en los dos minutos inmediatos al regreso de vestuarios, 65-86 a un minuto de la conclusión del tercer cuarto y pitos desde la grada del Quicken Loans Arena. LeBron (23 puntos) -en la rueda de prensa posterior al choque aseguró que jugó los últimos tres partidos con la mano derecha prácticamente rota por golpear, iracundo, la pizarra del vestuario tras la primera derrota de las finales-, digno como siempre, no se escondió y quiso vivir desde la cancha los que pueden haber sido sus últimos minutos como jugador de los Cavaliers antes de buscar nuevas vías de coronación. Y a 4:03 del final, rendido pero elegante, abandonó el campo de batalla no antes de honrar a la dinastía warrior.