Por su obviedad, el declive del Athletic no es cuestión que esté a debate. Ni la imagen ni los resultados mienten. Ha llegado fuera de forma a la fase culminante de la temporada, huérfano de energía e inspiración para negociar las dos finales de Copa y el tramo decisivo del calendario liguero. Atrás quedan las expectativas generadas por el cambio de entrenador, el clima de euforia que siempre antecede a la posibilidad de salir campeón en su torneo favorito, la repentina y radical reacción que protagonizó el equipo, la gozosa inercia provocada por el alucinante éxito en la Supercopa.

Este cúmulo de alicientes que despertó a un entorno que se las prometía muy felices ha perdido vigencia, los síntomas de debilidad que transmiten los rojiblancos solo permiten cultivar la inquietud, la preocupación, el pesimismo. Un sentimiento de incredulidad embarga a la afición, el bullicio ha sido reemplazado por el razonable temor a que el curso toque a su fin dentro de ocho días, con la derrota de rigor ante el Barcelona y el equipo varado en zona de nadie en la clasificación.

El doble enfrentamiento con la Real ilustra el estado del grupo que dirige Marcelino, que hace tiempo pulsa teclas equivocadas. Si en la final, el Athletic tocó fondo, en Anoeta se asistió a una prolongación de la crisis. Son ya cinco encuentros consecutivos sin saborear el triunfo desde que el pelotón de los suplentes se impusiera al Granada a comienzos de marzo.

Un mes con tres goles únicamente y el retorno de los fantasmas que se suponía habían huido despavoridos gracias a los buenos oficios del técnico asturiano. Pues no, han vuelto, ahí están a la vista de cualquiera (que no use venda además de mascarilla) todos aquellos defectos que lastraban las opciones del equipo y fueron cavando la tumba de Gaizka Garitano.

De nuevo la rigidez en los criterios campa a sus anchas en el Athletic. Al entrenador vizcaino se le echaba en cara el estilo de juego, falto de atrevimiento, excesivamente conservador, así como la deficiente productividad ofensiva. Porque se puede llegar poco y ser eficaz, que no era el caso. Pero especialmente era criticado por no promocionar a los jóvenes, por su empecinamiento en alinear a determinados hombres (nombres en realidad) sin reparar en su rendimiento, por cambiar tarde y habitualmente a los mismos por los mismos, por mantener a toda costa un esquema táctico independientemente de cual fuese el devenir de los partidos. En fin, nada que hoy no pueda detectarse en el proceder de su sucesor.

Resulta innegable que con Marcelino hubo un repunte apoyado en la apuesta por un fútbol más alegre, más ambicioso. La imagen del Athletic ganó en atractivo y las primeras actuaciones fueron convincentes. Sin embargo, el discurrir de las semanas ha dejado sentado el carácter pasajero de un modo de expresarse distinto y que justificaba la tardía medida adoptada por los responsables del club a principios de enero. La competitividad se ha resentido, igual que el acierto, lo cual se traduce en un funcionamiento irregular y particularmente decepcionante. No en vano, cuesta asimilar el fuerte contraste que se observa entre el Athletic de enero y el actual.

El comprensible trauma vivido en la final del pasado sábado impide mirar de frente al futuro. La fiabilidad del equipo se ha esfumado, hay demasiados titulares que no responden, los errores individuales se suceden con un reflejo letal en los marcadores, poco importa que haya otra final a la vuelta de la esquina, el horno ya no está para bollos. El ambiente que se palpa en la calle huele más a funeral que a fiesta. En este delicado contexto, la cita de Anoeta asomaba como una posible vía de escape, la oportunidad de dar esquinazo a la depresión, alimentar la autoestima de la tropa, de los futbolistas, y, de paso, elevar un poquito el ánimo de la gente.

LA OCURRENCIA

Para tal fin a Marcelino se le ocurrió la curiosa iniciativa de poner en el campo a los once que fracasaron en la final. No reparó en el enorme desgaste mental y físico de semejante evento, prefirió exponerles cuatro días después al escrutinio de la competición. Acaso pensó en la identidad del rival como un aliciente extra y el tiro le salió por la culata. La verdad es que no ha explicado qué le indujo a no tocar nada, pero es suficientemente elocuente la lectura que luego hizo del derbi. Se esforzó en resaltar lo orgulloso que estaba de "la reacción del equipo", aseguró que fue "un gran paso adelante" porque era complicado jugar con la losa de lo ocurrido en la final. Coronó el análisis así: "Nos hemos acercado a nuestro verdadero potencial".

Qué otra cosa podía decir si fue él quien diseñó la alineación. Su opinión no concitará un aluvión de adhesiones, pero tenía que salir del paso, proteger a sus favoritos y a sí mismo. De no mediar la calamidad de Simón Lo cierto es que los aspectos rescatables del duelo fueron contados y en este apartado no cabría incluir el comportamiento colectivo durante los noventa minutos, ni su aportación desde la banda.

El sábado en San Mamés será el turno de los suplentes y seguirá una semana de encierro en Lezama destinada a la búsqueda de un milagro: lograr que muchos de los jugadores habituales en su pizarra lleguen en condiciones de plantear batalla al Barcelona. A la manera de la Supercopa