bilbao - El partido, un correcalles a degüello entre Athletic y Genk que fascinó a un espectador de Torrevieja o a otro de Newcastle pero que tuvo en vilo al aficionado, estaba destinado al cajón de los partidos perdidos. Pero desde ayer se recordará con letras de oro en los libros de historia del Athletic, no por el aparatoso 5-3 del marcador final (nada que ver con aquel otro del 53, el legendario partido de la nieve frente al Manchester United en San Mamés...), sino por la exhibición del niño prodigio rojiblanco, Aritz Aduriz, autor de los cinco goles leoninos, gesta que no se veía en La Catedral desde hace casi medio siglo, cuando Fidel Uriarte. Dirán los enemigos del cantar de gesta que tres de ellos fueron de penalti -“qué pronto se olvidan las fatigas que pasábamos hace no demasiado tiempo desde los nueve metros”, comentaba un vecino de localidad entre voz y voz porque sí, él también, un señor con toda la barba gritaba ¡Aduriz, Aduriz! en el minuto noventa...- y que no hubo muro que derribar. Hagámosle oídos sordos y soñemos como ayer lo hacían miles de niños, miles de seguidores: yo también quiero ser Aduriz. Quiero serlo aunque sólo lo sea por la noche, cuando juegue el partido en la cama con la imaginación.

Tiene todos los atributos del norte en el que habita: la tempestad del Cantábrico y el frío de los inviernos (hace falta frialdad para fusilar una y otra vez, sin yerro alguno, siempre al corazón...); la nobleza de aquellos vascos de piedra blindada de los que habló Miguel, el poeta, y el honor a la palabra dada. “Daremos la cara”, dijo de vísperas. Y a fe que cumplió con la promesa. Cuando Martin Atkinson pitó el tercer penalti de la noche -a los árbitros ingleses no les pesa la cantidad: les guía la justicia...-, San Mamés ya era un arrebato. ¡El quinto, el quinto!, se coreaba en la noche. Y hacia allí fue, mirándole la cara al portero como si fuese a medirse en duelo, por enésima vez, en la tapia de un cementerio. Llevaba el aire del último de los románticos en los ojos. Uno de esos hombres capaz de decir que “yo solo soy el que empuja, sin mis compañeros no soy nada” en su día de gloria.

Hay que decirlo ya, más allá de las bestias pardas de ese puñado de aficionados del Genk (en realidad, de cualquier equipo...), que campan por Europa y que fueron retenidos a las puertas de San Mamés. Hay que decirlo, digo: yo le vi aquel día. Hay que decirlo porque esa es la frase que hace grande una gesta del fútbol: yo le vi ese día, yo estuve allí. En un campo menguante (no hubo tanta afluencia como se esperaba para una final anticipada...) la sombra de Aduriz se agigantó. No se olvidará esa noche. Caerá en saco roto el partido, donde Yeray, por cierto, sacó las credenciales de futbolista continental, pero jamás de los jamases diremos que fue un día cualquiera. Fue el día en Aduriz marco cinco goles como cinco soles.