Bilbao
Aquel que tiene fe nunca está solo. En sus ultimas horas, San Mamés reverdeció los viejos tiempos y vivió un hermoso canto del cisne, de nuevo el relato de la historia más bella jamás contada sobre su césped: la leyenda del león herido. Tras darlo todo, tras entregarse hasta que la garganta era fuego de tanto correr, los leones embistieron por última vez, el balón cayó blando del cielo y Ander Herrera lo cazó al vuelo. Era el gol postrero, ese que nace de una vieja ley física de San Mamés: los triunfos nacen cuando nos atrevemos una vez más, cuando el león herido invoca a sus ancestros, huele la sangre y se lanza en arrebato. Es difícil, muy difícil tumbarle entonces. Incluso cuando entre los exploradores que lo acosan se encuentre el mejor cazador que han conocido las tierras del fútbol: Leo Messi.
Lo sabía el poeta, que parecía hablar de este Athletic (y de los que le han precedido...) cuando escribió aquello de "cuando bordea un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto del caballo". No fue una victoria, lo sé. Pero La Catedral lo celebró como si lo fuera. No en vano, este era el partido que se añoraba para guardarlo en la caja de los recuerdos cuando el arco hinque la rodilla y todo un siglo de historia se quede si su único testigo, un campo singular, extraordinario.
Entre los pocos que no lo ven de esa manera, que no entienden que San Mamés ha sido un territorio mágico y sagrado para el fútbol, se encuentra Andrés Iniesta. No se sabe por qué extraña razón un hombre como él, de comedida apariencia, siente tal desprecio. Lo dejó patente en las vísperas, cuando habló "del Bilbao" y equiparó San Mamés a cualquier otro terreno de juego. No parece sensato pensar que ignora la historia, la sustancia que se esfuma con su demolición. Ni cabe pensar, en un futbolista inteligente como se le supone, que se trate de una vendetta por los reproches a su teatro aquel día, cuando Amorebieta se cruzó en su camino. Él se lo pierde porque no tendrá jamás ocasión de redimirse. San Mamés despidió a Xavi Hernández entre aplausos, rezó contra Messi y sus prodigios y le dedicó a él una sonora pitada bien ganada.
Que no corra más tinta en su contra. El partido de ayer no lo merece. Había, en los preámbulos, un ambiente denso, cargado de electricidad. Se diría que la afición, sabia, intuía que aquella podía ser la tarde. Lluvia y un rival poderoso, dos de los tres ingredientes del dulce de gloria rojiblanco (el tercero es la nocturnidad...), evocaban las viejas historias del fútbol, esas que se recordarán mientras el propio fútbol viva y aun cuando muera. Iba la gente a San Mamés con aire de fiesta; se cantaba la calle y se escuchaba, de camino, la voz del pueblo, ese irrintzi que suena como el viento en la garganta. "Hoy toca la hazaña", decían los más audaces. "Vamos a ver", replicaban los cautelosos. Ni un solo no en las gargantas. Y menos en los corazones.
Salió el Athletic como acostumbra cuando se siente así, una fuerza de la naturaleza. Empujaba cuando tenía el balón y lo perseguía con saña, como el galgo a la liebre, cuando no era suyo. Por las orillas del césped o en el mismo centro, donde quiera que estuviese. El Barcelona trataba de moverlo con su acostumbra cintura carioca, pero no era un partido de sambas. Aquello parecía el foxtrot.
En ese ritmo, San Mamés se sintió a gusto. Las gradas empujaban con los acostumbrados Athletic, Athletic y el equipo crecía. Tanto que Aduriz apareció frente a Piqué por la izquierda y acabó tumbándole con el paso de la bicicleta para darle a Susaeta en mano las llaves de un pisito en la gloria. El gol, merecido por la intensidad, hizo que ya se creyese del todo: no era tarde de mover el polvo. Con los rojiblancos entregados a la causa, se diría que el anuncio del descanso fue mal acogido por las gradas: querían más, pese a que daba la impresión de que los once rojiblancos se retiraban exhaustos.
Mientras un locutor de voz estridente jaleaba a la concurrencia para que posase en una foto de 360º, el descanso se saboreaba en las gradas como hacía tiempo que no. Desde una cabeza de león de cartón piedra, a cientos de aficionados inmortalizándose en San Mamés. Recordaba la escena a las lúgrubres costumbres de antaño de fotografiarse junto a los muertos para no olvidarlos jamás. Por mucho que el siglo que nos acompaña lo demanda, por mucho que tanta gente espere fuera y que haya que dar el salto a la modernidad, va a doler como un navajazo a traición el adiós a San Mamés. Se hablaba, también, de aquel cabezazo que se le fue a Aduriz en la última jugada de la primera mitad, todo un homenaje al fútbol de siempre de los leones: ataque rápido, desmarque, balón al fondo de la habitación, hasta la raya de cal, centro medido y una tempestad llegando desde atrás.
Hecho el impás sentimental del cuarto de hora -la hora y la luz no invitaban al bocadillo, aunque alguno cayó por la fuerza de la costumbre...-, el partido regresó a escena. Se vio pronto que el Barcelona era otro y que el acordeón del Athletic desafinaba un punto, quizás porque los fuelles se habían desgastado de tanto usarse. Parecía que el verdugo blaugrana daba vueltas de tornillo al garrote vil y, entre dientes, más de uno mascullaba la letanía del miedo: ahora Messi no, ahora Messi no.
Pero fue Messi sí. El aviador caído en Munich remontó el vuelo en Bilbao. Anunció su regreso a las alturas con un eslalon de salida, zigzag, trepidante y venenoso con el colmillo de una víbora. Peor fue después. Entre uno, entre dos, entre tres; en una baldosa y rodeado como un forajido, encontró el que será uno de los goles de su vida. Se hizo el silencio y no llovieron los aplausos porque hubiese sido darle demasiada ventaja al rival, con todo aún por decidirse.
Aquella presencia se prolongó hasta el balón servido en bandeja de plata a Alexis poco después: 1-2 y la sensación de que el Athletic, desfondado, ya llegaba un segundo más tarde, un centímetro de menos. El Barcelona pensó que, en ese escenario, había firmado el desenlace de la obra. Craso error. Mire usted, Andrés, es lo que ocurre por menospreciar el pasado, los valores que distinguen la personalidad de un equipo histórico. Por pensar que San Mamés es un cualquiera o un Don Nadie.
Las gradas de San Mamés no se rinden nunca, Andrés. Y la historia de este campo, de este club, de este pueblo están repletas de sucesos como los vividos ayer. Su equipo se puso entonces al trantrán, con la convicción de que el manejo del balón era suficiente. Pero el león, oculto entre la maleza y malherido, es cierto, no estaba muerto. Vino primero un arreón y luego otro, porque el Barcelona, aún dominante, ya no asustaba en los dominios de Iraizoz. Casi se diría que esa misma ignorancia suya, Andrés, es la que alentó a los hombres de Bielsa. Que sacaron fuerzas de flaqueza donde no había (Aduriz, De Marcos y el propio Herrera ya andaban livianos...) porque intuían que estaban ante una de esas tardes. Y De Marcos colgó un balón entre desmayo y desmayo que despejó el vertical tras el despeje de Adriano. Adiós a la última. ¿Adiós? No. Llegó Herrera cuando ya no llegaba y...