Las relaciones entre la Unión Europea y China atraviesan un momento de redefinición profunda, marcado por un entorno geopolítico cada vez más complejo y por la necesidad de encontrar un equilibrio entre competencia, colaboración y resiliencia estratégica. La relación entre Bruselas y Pekín ha oscilado históricamente entre el interés mutuo y la cautela estructural. Pero en los últimos años, esta dualidad se ha intensificado.

Hoy, más que nunca, es vital preguntarse: ¿hacia dónde puede –y debe– avanzar esta relación? En 2019, la Comisión Europea calificó oficialmente a China como “socio, competidor económico y rival sistémico”. Esa triple definición ha marcado la pauta para las políticas europeas. En los últimos años, las tensiones han aumentado en torno al acceso recíproco a los mercados, la sostenibilidad medioambiental, los subsidios industriales y, más recientemente, las cuestiones de seguridad relacionadas con tecnologías sensibles como la inteligencia artificial y el 5G.

A esto se suma el posicionamiento geopolítico de China respecto a la guerra en Ucrania y su creciente influencia en África, América Latina y Asia Central.

DESCONEXIÓN SELECTIVA

Sin embargo, a pesar de las fricciones, la interdependencia sigue siendo profunda. China es el segundo socio comercial de la Unión Europea y un actor clave en la lucha contra el cambio climático, la transición energética y la reforma del sistema multilateral. Por eso, Bruselas se encuentra ante una encrucijada estratégica: ¿cómo defender sus valores e intereses sin renunciar al diálogo y la cooperación con una potencia global inevitable?

El camino futuro probablemente pase por una “desconexión selectiva” o de-risking, un enfoque que ha ganado peso en la retórica europea. Se trata no de romper vínculos, sino de reducir vulnerabilidades críticas en áreas como las cadenas de suministro, las tecnologías emergentes o la protección de infraestructuras clave. Esto podría dar lugar a una relación más pragmática, basada en la gestión de riesgos y en una mayor autonomía estratégica, especialmente en los sectores donde Europa ha quedado rezagada frente al gigante asiático.

TRES AVANCES POSIBLES

A corto y medio plazo, podemos prever tres posibles líneas de avance. En primer lugar, una mayor coordinación dentro de la Unión Europea para articular una posición común frente a China, superando las divisiones internas y evitando que la política china se defina en clave bilateral por los Estados miembros. Segundo, una apuesta renovada por la diplomacia climática: Europa necesita que China avance en sus compromisos de reducción de emisiones y en la implementación de medidas concretas, especialmente en industrias altamente contaminantes. Tercero, una mayor exigencia en materia de derechos humanos, con una voz firme pero constructiva sobre cuestiones como Xinjiang, Hong Kong o la libertad digital. Esto no significa cerrar la puerta al entendimiento.

NECESIDAD DE DIÁLOGO

La historia demuestra que los grandes desafíos globales —como la pandemia, el cambio climático o la regulación tecnológica— no pueden resolverse sin diálogo y cooperación entre potencias. La Unión Europea, con su tradición diplomática y su modelo regulador, puede y debe ser un actor estabilizador, capaz de defender sus valores sin caer en la confrontación gratuita.

En definitiva, las relaciones Unión Europea-China ya no pueden basarse únicamente en la lógica del beneficio mutuo económico. Han entrado en una fase más madura, compleja y estratégica. Avanzar en esta relación exigirá, por parte europea, lucidez, unidad y una visión a largo plazo. Y por parte china, transparencia, reciprocidad y respeto a las reglas del juego internacional.