L campamento de refugiados en la frontera entre Turquía y Grecia duró exactamente un mes. Lanzada con gran atención mediática, la misma oleada de migrantes se dispersó en silencio tras resultar ineficaz como “arma de presión” de Turquía contra la Unión Europea (UE) en medio de la crisis del coronavirus.

El país eurasiático, que acoge el mayor volumen de refugiados del mundo -unos 4 millones- recibe desde 2016 fondos de la UE a cambio de controlar sus fronteras y reducir el número de migrantes que intentan cruzar a Grecia.

Este delicado equilibrio se rompió a finales de febrero, cuando una ofensiva del régimen sirio en la provincia de Idlib causó en un solo día 34 bajas a las tropas turcas estacionadas allí.

El presidente turco, el islamista conservador Recep Tayyip Erdogan, frustrado por la falta de apoyo de la UE a sus ambiciones geopolíticas en Siria, decidió entonces renunciar al papel de guardián de Europa y dar vía libre a los refugiados, que sueñan con un futuro en países como Alemania, Francia o Suecia.

La gran mayoría de los refugiados en Turquía, unos 3,6 millones, son sirios, con derecho a estancia indefinida, a los que se suman unos 300.000 iraquíes y decenas de miles de afganos e iraníes.

Además, Turquía es una ruta habitual para otros migrantes, especialmente para paquistaníes, pero también para numerosos colectivos africanos.

Una oleada poco espontánea

El anuncio del Gobierno de que abría las fronteras desencadenó una oleada inmediata de miles de personas que se desplazaron a la ciudad de Edirne, en la frontera terrestre griega, un movimiento que, lejos de ser espontáneo, fue fomentado a conciencia.

Menos de dos horas después de que un alto cargo del Gobierno turco anunciara el cambio de política, ya circulaban por las redes sociales en árabe convocatorias para acudir a una calle céntrica de Estambul donde esperarían autobuses gratuitos con destino a Edirne.

Los autobuses, alquilados a una empresa turística, estaban efectivamente allí, pero nadie supo o quiso explicar quién financiaba estos viajes.

En los días siguientes, la prensa turca cercana al Gobierno publicaba portadas en las que dibujaba una “invasión” de refugiados que “llenaría las capitales” de Europa, y el propio Ministerio del Interior daba cada día cifras de decenas de miles de migrantes que habrían pasado a Grecia.

Animados por la Policía

Las autoridades griegas habían cerrado el paso fronterizo de Pazarkule, cerca de Edirne, pero, según Ankara, los migrantes atravesaban el río Evros, que marca la frontera entre Turquía y Grecia a lo largo de unos 150 kilómetros.

Sin embargo, según la versión turca, corroborada por numerosos testimonios de migrantes, prácticamente ningún refugiado consiguió permanecer en territorio de Grecia: todos fueron interceptados y forzados a regresar a Turquía.

Durante varios días, la propia policía turca llevaba a los migrantes en autobuses a diversos puntos de la frontera para animarles a cruzar, consejo que seguían familias enteras con baúles y maletas, en la frustrada creencia de hallar el camino abierto.

Pese a que la propia prensa turca informaba desde el primer día sobre las cargas policiales de Grecia para evitar la llegada de refugiados, las redes sociales en árabe continuaban animando a la migración y compartiendo convocatorias de autobuses.

Es difícil estimar el rol que los traficantes de personas jugaban en el establecimiento y mantenimiento de estas redes y hasta qué punto sus esfuerzos estaban coordinados con la Administración turca.

En todo caso llama la atención que varios traficantes dieron entrevistas a cara descubierta a la prensa turca, señalando que “el presidente” (Erdogan) había dado el visto bueno a su actividad.

De amenaza de invasión a debate moral

Aunque también se temía una afluencia a la frontera de Bulgaria, este ruta pareció descartada tras una reunión de Erdogan con el primer ministro búlgaro, Boiko Borisov.

Una vez evidenciado que la “invasión” no era creíble y no arrojaba resultados en las negociaciones con Bruselas, Gobierno y prensa turcos cambiaron el enfoque y se dedicaron a condenar la dura respuesta de las fuerzas de seguridad griegas.

Las cargas con gas lacrimógeno, balas de plástico y, según las autoridades turcas, incluso munición real para rechazar los asaltos a la valla en Pazarkule se convirtieron en un argumento para subrayar una supuesta superioridad moral frente a la UE.

Tras una semana, la frustración hizo mella en los migrantes y muchos empezaron a regresar a Estambul u otras provincias turcas.

Otros aguantaron en el campamento improvisado de Pazarkule, argumentando que habían vendido todas sus pertenencias para llegar hasta Edirne y que no tenían un lugar adónde volver.

El virus cambió el foco

En la segunda mitad de marzo, la pandemia del coronavirus acaparó el foco mediático y, un mes después de establecerlo, la policía turca evacuó Pazarkule, por petición de sus residentes, según Ankara, o por la fuerza, según testimonios de los migrantes.

La iniciativa turca de usar a los migrantes como medio de presión acabó en fracaso y supuso un deterioro grave para miles de familias que en parte llevaban años relativamente integradas en la economía local, al menos la informal.

La restricción de toda actividad laboral como medida de prevención contra el coronavirus afectará ahora con mayor dureza a quienes abandonaron viviendas y trabajo para buscar un incierto futuro en la frontera con la UE.