N este caos que siguen siendo la pandemia y su gestión, Pedro Sánchez ha puesto estos días una bomba en la línea de flotación de la credibilidad de la política en el Estado (y en sí mismo), al anunciar que no quiere mantener el estado de alarma cuando finalice el vigente el próximo 9 de mayo. Porque, a partir de ese momento, acabarían, entre otras, las restricciones de reunión, horarias y de movilidad territoriales. Es decir, barra libre de nuevo, cuando todavía no hemos conseguido, ni de lejos, colocarnos en un punto equilibrado de presencia del virus y de inmunización de la población. Y cuando seguimos sufriendo, una tras otra, las sucesivas olas víricas de manera encadenada.

Dada la curva peligrosamente ascendente de los contagios por covid, el incumplimiento de los plazos de vacunación y la inalcanzable inmunización del 70% de la población que nos aseguraba hace unos meses el presidente español, cualquiera podría pensar que actúa de manera errática y sin objetivos. O también, que lo hace de manera descerebrada e inaceptable en quien ostenta tan altísima responsabilidad y que afecta a la gente según la deriva que tome.

Faltan tres semanas para que fine ese plazo y todavía Sánchez no ha justificado con datos serios sanitarios, y menos aún con argumentos sujetos a seguridad jurídica, la cobertura que tendrían las Comunidades Autónomas en el caso de que tuvieran que tomar medidas para paliar la extensión del virus. Experiencias negativas ya tenemos aquí: no hay más que recordar aquella inexplicable sentencia del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco claramente dirigida contra el Gobierno vasco y que permitió abrir los bares.

Otorgarle a Sánchez ingenuidad e inocencia en ese anuncio no parece lo más acertado, puesto que no ha justificado una medida que pone vuelta al aire las actuales medidas, y con el agravante de que pide (¿exige?) que hagamos un acto de fe ante una vacunación e inmunización generalizada que ni se ha cumplido ni tiene visos de lograrse. Por el momento, más parece un cálculo estratégico en su beneficio que otra cosa.

En primer lugar, porque se celebran elecciones madrileñas el 4 de mayo y para quitar a Díaz Ayuso argumentos de mala gestión de la pandemia, favoreciendo, de paso, a su candidato Gabilondo. En segundo lugar, para conseguir el apoyo ciego del resto de las fuerzas políticas que tendrían que lidiar en las comunidades con una gestión sociosanitaria sin seguridad jurídica alguna. Únicamente en ese sentido se pueden entender las palabras de Idoia Mendia al exigir un compromiso por escrito de esas fuerzas políticas para prorrogar el estado de alarma, cuando en Madrid dicen lo contrario.

Por ahora, lo cierto es que ha conseguido que todo el amplio espectro político presente en el Congreso quiere que se prorrogue. Mientras el madrileño se hace el interesante, el resto exige que se mantenga unos meses más para poder gestionarlo adecuadamente. Está clara la táctica de desgastar a los gobiernos autonómicos a los que echaríamos la culpa si no mejoráramos.

Y, en tercer lugar, no parece inexacto pensar en un nuevo intento de acentuar la centralización creciente, con un Gobierno que pone a las Comunidades Autónomas al borde del abismo al tener que gestionar el día a día de la pandemia sin tener mecanismos para ello (comprar vacunas, planificar la vacunación€). En definitiva, el presidente español quiere al resto bailando como peonzas hasta que decida darles un pisotón y paralizarlas cuando le venga bien.