Los ataques contra el Pentágono y las Torres Gemelas “fueron el pretexto que sirvió a Estados Unidos para invadir nuestro país”, reconocía ya en 2011 el que había sido el último ministro de Exteriores del régimen talibán, Wakil Ahmed Muttawakil. “Bin Laden nos ha supuesto un fuerte dolor de cabeza”, admitía.

Una década después los talibanes han recuperado el gobierno y han querido dar a entender a la comunidad internacional que han aprendido la lección de hace veinte años; aseguran que no buscan enemigos y pretenden mantener “buenas relaciones con todo el mundo”.

A diferencia de otros grupos islamistas como la propia Al Qaeda y el Estado Islámico, los talibanes no han atentado en Occidente. Pero su ideología sigue vertebrada por la yihad, que exige llevar la guerra santa allá donde se encuentre el infiel. Y en el territorio bajo su control la sharía o ley islámica somete al creyente a un severo, si no brutal, código de conducta.

“Si los talibanes no hubieran apoyado a Bin Laden no hubieran sido detectados por el radar global”, subraya el analista Uday Bashkar, director de la Sociedad de Estudios Políticos, think tank especializado en asuntos de seguridad en el Sur de Asia.

El experto considera que han aprendido del precio que pagaron en 2001, pero solo desde el punto de vista del pragmatismo político. “Ahora utilizan mucho mejor la tecnología, la comunicación y la diplomacia, sobre todo en su trato con EE.UU.”, asevera.

Bashkar advierte, no obstante, de que su ideología “es la misma”. Prevé que su nueva llegada al poder va a tener un fuerte impacto no solo en la región del Sur de Asia, al que Afganistán pertenece; también en Oriente Medio y Asia Central, con las que el país comparte fronteras y donde hay en juego intereses cruciales. “Necesitan el reconocimiento regional y en ese sentido en su agenda figura en primer lugar Pakistán -de donde surgieron en los años noventa y que tradicionalmente les ha servido de base y de refugio-, y después China y Rusia, por este orden”, apunta.

También Eva Borreguero, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, piensa que los talibanes “han aprendido la lección”, y que “por cuestión de supervivencia van a tratar de evitar los conflictos con las grandes potencias”. Vaticina que su estrategia les llevará a mostrar una cara atemperada a corto plazo pero que a medio y a largo “habrá que ver cómo se desarrollan los acontecimientos, porque son de otra generación pero su fundamento ideológico sigue siendo el mismo”.

Parte del debate se ha centrado esta semana en la responsabilidad de los sucesivos presidentes norteamericanos en el fracaso político, militar y diplomático que supone el regreso talibán a Kabul.

A Barak Obama se le ha culpado de iniciar el repliegue militar norteamericano; a Donald Trump, de negociar la retirada, y a Joe Biden, de precipitar la salida del Ejército de Estados Unidos del avispero afgano. Fue, sin embargo, el predecesor de todos ellos, George W. Bush, quien ordenó la invasión militar de Afganistán tras los atentados del 11-S, y en circunstancias que hay quien puso en duda.

El antiguo jefe de la diplomacia talibán Muttawakil negó en 2011 “rotundamente” que hubiera avisado con antelación a la administración Bush de que Al Qaeda estaba organizando un ataque con aviones contra Estados Unidos. Así lo aseguraba entonces el líder islamista uzbeko y aliado talibán Yohir Yo’Idosh; fuera cierta o no esa versión -y el aviso se transmitiera o no-, los atentados se llevaron a cabo, y de manera consecutiva, la invasión norteamericana del país surasiático.