De creer al Partido Demócrata estadounidense, a los socialistas europeos o a los ayatolás iraníes (entre otros), todas las matanzas y atropellos racistas de los Estados Unidos son culpa del Presidente Donald Trump. Pero si uno mira la historia de los EE.UU., creerá más bien que es al revés, que es la realidad de esta sociedad norteamericana la que ha llevado a la elección de Trump.

La violencia de la sociedad estadounidense es en buena medida una consecuencia obligada del devenir de este país, porque desde que los EE.UU. existen como nación (guerra de independencia 1775/1783), la cuarta parte de todo este tiempo se lo han pasado guerreando contra otros y contra sí mismos. Y no sólo se ha pasado el país la cuarta parte de su historia pegando tiros, sino que la matanza, más o menos sistemática de indígenas, comenzó prácticamente con la colonización del Continente desde la llegada de los primeros británicos a América.

Con una historia así, es casi imposible que la sociedad estadounidense de hoy en día no tenga una fuerte querencia hacía la violencia, sea esta personal o nacional.

Pero, entendámonos. Todos los países del mundo -salvo los minúsculos, como por ejemplo Lichtenstein- tienen su historial sangriento; nadie puede tirar la primera piedra por este concepto. Aunque las naciones de África, Asia y Europa tienen una historia muchísimo más larga que la norteamericana y, por tanto, los relatos de matanzas, atropellos e injusticia parecen -solo lo parecen- más diluidos.

Con el agravante de que en Europa y en Oriente Medio los espacios de sus geografías estatales han sido siempre infinitamente menores que los norteamericanos, y una sociedad compacta y densa termina siempre por controlar e institucionalizar la violencia. Si no lo hiciera, se destruiría a sí misma en muy pocas generaciones.

En cambio, los Estados Unidos son aún hoy una nación cómo el queso Emmenthal, ese de los muchos y grandes agujeros. Con unas cuantas grandes concentraciones urbanas y unos vastos territorios casi despoblados, como el Estado de Montana, que tiene dos habitantes y medio por km2. Y el aislamiento y la falta de presión demográfica es un excelente caldo de cultivo para los disparates mentales, la proliferación de instintos primarios y, sobre todo, de impotencia de la sociedad para atajar los desmanes de unos ciudadanos que entienden poco de leyes y componendas morales, pero mucho de escopetas, anzuelos y orientación en las vastas praderas.

La primera solución que se le ocurre a la gente de fuera y dentro del país es prohibir el acceso de la población a las armas de fuego, pero hoy en día podría ser contraproducente: hay tantas armas distribuídas entre la población, que prohibirlas probablemente no resultaría muy efectivo, porque los delincuentes no cumplirían con la ley y dejarían al resto de la población indefensa ante posibles ataques de ladrones, asesinos y los desequilibrados mentales que campan por las vastas praderas.

Y la defensa es necesaria. En las zonas rurales es inútil llamar a la policía, porque tarda demasiado en llegar. Muchas familias organizan su propia defensa, a base de cursos de protección personal, alarmas ensordecedoras y una pistola en cada mesilla de noche. Los matrimonios tienen frecuentemente una a cada lado de la cama.

Distribución muy desigual

Hay suficientes armas para el 88% de los norteamericanos, aunque en realidad tan solo las tiene el 30%, aproximadamente, pues la distribución es muy desigual. El aficionado a las armas tiene en torno a tres, y el porcentaje de hogares armados es del 44%. Su principal argumento (66%) es la defensa personal.

Visto así el problema de la violencia en los Estados Unidos, la presunta malignidad política de Trump se desvanece enormemente para cederle la primacía a un mal muy nuestro y que ya fue denunciado en uno de los libros religiosos más antiguos de la Humanidad, el Rig Veda, que dice: “?el mayor pecado que se puede cometer es ser estúpido?”.

La estupidez no es exclusivamente norteamericana, pero la combinación de su historia, el aislamiento personal, la fuerza política de la Asociación Nacional del Rifle -que influye en las campañas electorales con sus donaciones-, además de la disponibilidad de armas de fuego, amparada en la constitución y respaldada repetidamente por el Tribunal Supremo, convierte a semejante pecado en una estupidez tan infinita como insoluble.