Francisco ArderiusEl SolRevista de la Asociación General de Maquinistas NavalesYuteLa catástrofe del Yute, con ser tan grande, no ha conmovido ni poco ni mucho a la opinión (pública). Parece que el sino de los marinos está en ser devorados por los peces o en estrellarse contra una roca

Durante mucho tiempo, el oficio de marinero fue duro y arriesgado, fruto de las penosas condiciones laborales en las que se desarrollaba, de las consecuencias psicológicas derivadas del aislamiento social propio de un trabajo alejado de tierra firme y del riesgo de sufrir un naufragio.

Sin duda alguna, la peor de las suertes que podía correr un marino era la de perecer en alta mar. Esta posibilidad les enfrentaba a diario a la idea de la muerte y a la ansiedad y al miedo que esta provoca en los seres humanos. Cada marino afrontaba el temor a sufrir un naufragio y perecer de manera diferente. Había quien lo racionalizaba y navegaba confiando en tener a bordo los recursos y los conocimientos necesarios para solucionar los problemas cuando llegaran. Algunos se centraban en socializar el miedo, fortaleciendo la relación con el resto de la tripulación mientras durase la travesía, o con la familia o las amistades al desembarcar. Otros, en cambio, enfrentaban ese miedo refugiándose en ritos religiosos o laicos, restándole importancia o, simplemente, obviándolo, no pensando, ni hablando de ello. En cualquier caso, el miedo permanente y el modo de enfrentarlo, acababan influyendo y modelando el carácter del marino y forjando una imagen colectiva que, en ocasiones, ha servido para mitificarle y considerarle un ser audaz y valeroso y otras, en cambio, para justificar sus propias debilidades.

Lejos de quedarse en un mero lamento, el artículo de Arderius pretendía llamar la atención de los responsables marítimos y de las autoridades de la época para mejorar la seguridad de los trabajadores de la mar. Afortunadamente, en el último siglo esta ha mejorado sustancialmente, gracias a los avances en las predicciones meteorológicas, la aplicación de nuevas tecnologías en la construcción y dotación de los barcos, la implantación de nuevos sistemas de organización del trabajo y protocolos de seguridad laboral, así como al desarrollo de un cuerpo legislativo específico. Si bien, como dijo un día un marinero: ningún barco es grande en la mar.

El último viaje

La mañana amaneció fría y clara en la ciudad de Baltimore. En el puerto, el Yute, tras alojar en sus bodegas el cargamento de carbón que debía transportar al otro lado del Atlántico, se dispuso a zarpar rumbo a Dunquerque. Soltó amarras y comenzó a descender por el río Patapsco, hasta llegar a Hampton Roads, en el vecino estado de Virginia, antes de desembocar en el océano Atlántico.

El 15 de noviembre, dos días después de su partida, Ricardo Gomeza, capitán del barco, se puso en contacto con la oficina de la delegación de su naviera, situada en Bilbao. El capitán informó que llegarían a su destino el 5 de diciembre, un día después de lo previsto. Una avería menor en una de las calderas afectaba a su velocidad de navegación. La compañía, acostumbrada a los pequeños retrasos del vapor, no le dio importancia al aviso.

Desgraciadamente, el 16 de noviembre, la guardia costera estadounidense alertó de la llegada de un gran temporal procedente del Golfo de México, e informó que el vendaval iría creciendo en intensidad y extendiéndose por toda la costa atlántica de Estados Unidos en los días siguientes. La guardia costera obligó a las embarcaciones a permanecer amarradas desde el cabo Henry hasta el rompeolas del estado de Delaware. Para ese momento, el Yute navegaba ya muy alejado de la costa.

En la mañana del 17 de noviembre, el Yute del nordeste. Las potentes bocanadas de viento y la escasa velocidad de navegación a la cual podía avanzar, debido a la caldera averiada, comprometían seriamente el gobierno del barco. Poco después, atrapados entre enfurecidas olas que golpeaban inclementes el casco del carguero, el capitán decidió solicitar ayuda enviando un radio para indicar su posición. Estaban situados a 240 millas al sureste del cabo Mayo. Aquella llamada era ya la única tabla de salvación a la cual podían aferrarse tanto él como el resto de los hombres que componían su tripulación. Ramón Fernández, el telegrafista, lanzó el radiograma de socorro: En este momento va a hundirse irremisiblemente, transmitió. A pesar de ser consciente de la tragedia que se les avecinaba, el joven bilbaino se mantuvo en su puesto hasta el último instante.

El vapor estadounidense Hurón recibió la petición de ayuda y dio aviso a otros vapores más próximos al Yute. Mediante la telegrafía sin hilos, el Hurón envió a las 9.00 horas un mensaje al vapor San Nazario y este se dirigió a la posición indicada por el Yute. Desgraciadamente, no pudo llegar al lugar indicado por el vapor vasco hasta las 15.15 horas. El pésimo estado de la mar y la distancia que les separaba se lo impidieron. Cuando por fin alcanzaron el punto indicado por el Yute, el capitán del San Nazario tan solo divisó un vapor de la Royal Mail Lines Co. El San Nazario y el vapor de la Royal persistieron infructuosamente en su búsqueda hasta las 16.00 horas del día siguiente. A esa hora el viento había amainado y soplaba del noroeste. A las 20.00 horas de ese mismo día, 18 de noviembre, el capitán del buque holandés Halford informó al capitán del San Nazario que había visto flotando un puente que, dedujo, sería del Yute.

La incertidumbre sobre el resultado definitivo de las labores de rescate y también sobre el número e identidad de los tripulantes, alumbró inicialmente en las familias la esperanza de que pudieran haber sido rescatados con vida. Sin embargo, su temor se fue acrecentando con el paso de las semanas. La esperanza se desvaneció el 14 de diciembre de 1920. Aquel día, la Naviera Guipuzcoana recibió una carta de la compañía del San Nazario, informando oficialmente de la estéril búsqueda del vapor vasco. La Naviera Guipuzcoana esperó a que la Lloyd’s diera de baja en sus listas al buque para hacer públicos los nombres de los desaparecidos y celebrar una misa en memoria de la lista oficial de los tripulantes en la basílica de Begoña.

Los enrolados

El Yute había salido de Bilbao en octubre de 1920. En Baltimore reemplazó a parte de la tripulación. Entre los enrolados en la ciudad estadounidense, debieron de encontrarse los engrasadores Santiago Goenaga y Ángel Fontanet, así como el fogonero Félix Uchupi. El infortunio de algunos se vio compensado en parte por la dicha de otros. En marzo de 1921, la familia del marinero cántabro Felipe Escalante, recibió la feliz noticia de que su hijo no había fallecido en el naufragio. Cuando Escalante llegó al muelle para embarcar, el Yute había zarpado ya.

Muchos de los tripulantes del Yute no superaban los 30 años. Varios no llegaban ni a la veintena, como, por ejemplo, el camarero Rosalio Gondra, de 16. Algunos llevaban ya tiempo navegando, entre ellos, el capitán Gomeza o Luis Andonegui, el carpintero, a los cuales, la mar les había perdonado la vida años atrás, en sendos naufragios. Sin embargo, para otros, aquel era su primer viaje como marineros. Podría decirse que el barco no transportaba solo un cargamento de carbón. En él navegaba, también, la ilusión de un grupo de muchachos que se iniciaban en el mundo laboral y de hombres de cuyo jornal dependía el bienestar de sus familias, en tiempos difíciles para los obreros vizcainos.

Precisamente, Bizkaia era el lugar de residencia de la mayoría de los tripulantes. Muchos de ellos procedían de localidades de Busturialdea como Arteaga, Axpe, Ibarrangelu, Kortezubi, Mundaka… También los había de otras localidades vizcainas como Bilbao, Getxo o Santurtzi. Otros tripulantes, en cambio, procedían de lugares más alejados. Independientemente de su lugar de origen, todos ellos quedaron hermanados en el mar: el que desaparece en el mar, del mar es.

El barco

El Yute era un vapor de dimensiones considerables para su época, perteneciente a la Compañía Naviera Guipuzcoana. La compañía fue creada en 1916 por diversos comerciantes y empresarios vascos. Su creación respondía, tanto, al interés por participar en el rentable negocio del transporte marítimo para las flotas de pabellón neutral durante la Primera Guerra Mundial, como, sobre todo, a la necesidad de un grupo de empresarios, de marcado perfil emprendedor, de contar con un medio de transporte propio que les facilitara el suministro de productos para sus fábricas. Posiblemente, este trasfondo productivo y colaborativo, unido al desarrollo industrial y mercantil vasco de la época, hizo de ella, una naviera solvente. Aquel mismo año, la Naviera Guipuzcoana compró el barco conocido como Riojano a su anterior propietario, el vizcaino Manuel María Arrótegui, le cambió el nombre por el de Yute y lo matriculó en Donostia, manteniendo Bilbao como el puerto de salida principal de sus rutas.

Según refleja la prensa de la época, en 1917, el Yute era el único barco español dedicado a la importación de materiales para la fabricación de hilados y tejidos de yute. Sus importaciones abastecían a las fábricas de hilados y tejidos de yute de toda España, incluida la de Ricardo Power Zabala, socio-fundador de la naviera y propietario de una fábrica de tejidos y sacos de yute con plantas en Miravalles y La Peña.

Al desaparecer, el Yute contaba ya con 36 años de vida. Su desaparición coincidió con el inicio de un declive transitorio del transporte marítimo vasco. Las flotas mercantes de los países en guerra, mejor posicionados geográficamente para el transporte transoceánico, habían retomado ya sus tránsitos comerciales tras finalizar la contienda mundial, en 1918; mientras, Europa entraba en crisis. En ese contexto, la flota mercante vasca no solo debía hacer frente a más competidores, sino también a flotas que transportaban productos de calidad a menor coste productivo, gracias a unos gastos de explotación más bajos, pero también a medidas proteccionistas de sus países y al dumping.

Hoy, haciéndonos eco de la tradición marinera del tributo al sacrificio de las gentes de la mar, rendimos homenaje a la tripulación del vapor Yute, desaparecida al completo, en las profundas y gélidas aguas del océano Atlántico hace cien años.

Sobrina nieta de un miembro de la tripulación del ‘Yute’, encontró la historia elaborando el árbol genealógico familiar, por lo que la investigó y recuperó como tributo a su memoria.

Muchos de los tripulantes no superaban los 30 años; varios no llegaban a la veintena y había también un menor de 16 años