Por mucho que lo queramos imaginar es difícil interiorizar lo que vivieron aquellos hombres y mujeres internados en los campos de concentración y cárceles franquistas durante la guerra y la larga posguerra española. Miles de personas fueron encarceladas a medida que el ejército sublevado iba liberando las distintas regiones de la península, habiéndolo hecho ya en las que triunfó el golpe. Su único delito: haber militado o bien ser familiar de aquellos considerados desafectos al nuevo régimen. En el territorio vasco este proceso se fue dando en fechas tempranas. En Nafarroa y Araba, focos de tradicionalismo, triunfó la sublevación. Unos pocos meses más tarde ocupó Gipuzkoa, el 13 de septiembre de 1936 tomó Donostia y, finalmente, en la campaña del norte, tras los devastadores ataques aéreos sobre Durango y Gernika (ignominia nunca admitida por el régimen franquista) tomó Bizkaia, cayendo Bilbao el 19 de junio de 1937. Los militares adoptaron medidas cuartelarias para imponer el Nuevo Orden. Para llevarlas a efecto detuvieron a miles de personas que acabaron con sus huesos en las prisiones mientras otros miles eran asesinados de forma impune.

El objetivo del régimen no solo era asegurar la retaguardia sino, a la vez, imponer un castigo ejemplar a todos aquellos que no habían simpatizado con sus pretensiones contrarrevolucionarias.

En el País Vasco, se habilitaron sombríos lugares como las prisiones de Ondarreta, en Donostia; Larrinaga, en Bilbao; el chalé de Orue, en Deusto; el convento de las monjas de Nevers, en Durango, y el colegio de El Carmelo, en Amorebieta, entre los más destacados, por cuyas dependencias pasaron miles de hombres y mujeres, acompañadas de sus niños, acusados de diversos delitos políticos. Y, finalmente, en 1938, en el abandonado balneario de Saturraran, situado en la costa guipuzcoana, no lejos de Ondarroa y Mutriku, hasta su cierre definitivo, en la primavera de 1944. Por sus instalaciones pasarían 4.000 mujeres y sus hijos (bebés, niños de distintas edades que no pudieron dejarlos con otros familiares, por estar en prisión o muertos). Fue habilitado como prisión de mujeres aunque no reunía las condiciones para ello. Como rasgo distintivo, la administración principal de la prisión estuvo a cargo de monjas mercedarias, con su correspondiente guardia armada, un capellán y algunos funcionarios.

Poco a poco fueron llegando camiones con cientos de presas procedentes de distintos puntos de la península ibérica, asturianas, castellanas, andaluzas, vascas e, incluso, una americana y dos ciudadanas europeas. La mayoría de ellas eran amas de casa, algunas estudiantes y de profesiones liberales. Pronto iban a sufrir no solo las inefables condiciones de humedad y hacinamiento características de un sobresaturado sistema penitenciario (con capacidad para 700 presas, albergaba 1.500) sino la brutalidad de sus guardianas. En total, en este balance, murieron 177 mujeres y menores (120 y 57 respectivamente), debido a la mala alimentación y a enfermedades consecuencia de las negligentes condiciones de vida.

Falta de atención médica Otro elemento sumamente trágico fue que en Saturraran, aunque no fue un caso único, las monjas se aprovecharon de su posición para negociar con los alimentos de las presas, la codiciada leche para los niños, la carne o el pescado eran bienes de lujo que ellas se encargaban de vender en el mercado negro, de estraperlo, o en el economato, donde las presas debían pagar por sus propios productos. Aquellas adversas condiciones se veían agravadas por la falta de higiene y de una atención médica primaria básica, puesto que no había ningún médico en la prisión (era el de la localidad que asistía a las presas con cierto rechazo), contrayendo enfermedades como meningitis, raquitismo, infecciones intestinales, bronquitis, sarampión, difteria, etc. Únicamente, la ayuda exterior, los paquetes que facilitaban las familias y, también, la solidaridad de los vecinos, los pescadores de Ondarroa o de los caseríos de Mutriku, que se apiadaban de sus terribles condiciones, hicieron posible su supervivencia.

La madre superiora, sor María Aranzazu, adquirió el sobrenombre entre las presas de La Pantera blanca por su crueldad. Las monjas se comportaron, en general, con una actitud despótica y afín a los ideales de desprecio al vencido que propugnaba el régimen. Aunque el recuerdo de las presas sobre ellas era ambivalente, las hubo crueles, otras que fueron sensibles con su sufrimiento y padecimientos, y algunas, finalmente, optaron por renunciar a la vida religiosa, el régimen se sirvió bien de las instituciones religiosas para ayudarle en su política de control social, dentro y fuera de los muros. Después de todo, aparte de tener que redimir sus presuntos pecados y delitos, el bondadoso régimen buscó la manera de redimir a los presos. En unos casos, con los tristemente famosos campos de trabajo para la reducción de penas o la organización de talleres (costura, plancha, etc.). En este nuevo marco político y social, el gran proyecto del franquismo residía en constituir una sociedad libre del pecado y de los presuntos horrores (y errores) del liberalismo y la democracia republicana, para dar pie a un Estado católico y tradicional, con el objetivo de desterrar los males del comunismo. Por eso, con una disciplina férrea y brutal se impuso el catolicismo en las rutinas carcelarias, asistencia obligatoria a misa, cantar los himnos del régimen y tender el brazo en alto? de lo contrario, caían severos castigos, o bien recompensas para quienes se persignaban.

Todo esto también venía destinado a quebrar la voluntad y doblegar a los presos y presas, para convertirlos en una masa obediente y disciplinada (aunque sin acabar nunca de redimir su pecado). Si bien, no lo conseguiría con aquellas mujeres irredentas, políticamente comprometidas, que pugnaron siempre, con valor, por defender su dignidad frente a las humillaciones que les infligieron.

El otro elemento sórdido y vergonzoso fue el rapto de los niños. Siguiendo las directrices del psiquiatra comandante Vallejo Nájera, se buscó la manera de separar a las madres presas de sus hijos, consideradas la estirpe del mal.

Los estudios pseudocientíficos del mencionado psiquiatra fueron realizados a través del Gabinete de Investigaciones Psicológicas. Desde esas teorías se pensaba que la única manera de evitar que los niños sufrieran el contagio del comunismo era apartándolos de su tutela. Para ello se creó el Patronato de San Pablo, que a la larga se iba a encargar de 30.960 niños, que los repartiría entre cerca de 258 instituciones con el fin inocularles el antídoto contra el mal de sus padres: la doctrina cristiana y el patriotismo español. Muchos de ellos perdieron su identidad, se negaron a volver a ver a sus padres o ingresaron en instituciones religiosas queriendo redimir los pecados de sus progenitores. Solo algunos consiguieron reencontrase con sus familias.

Historia oral En 1944, siguiendo la política que ya estaban aplicando en otros penales del territorio peninsular, el destacamento hospicio pasó por Saturraran, llevándose a todos los niños mayores de 3 años. Saturraran, como otros tantos penales provisionales, fue, posteriormente, desmantelado y poco queda de sus instalaciones, salvo una placa conmemorativa. A partir de ahí, es la historia oral la que ha tenido que completar muchas de las lagunas que la documentación no ha recogido, sobre todo, aquellas experiencias personales únicas e intransferibles de las miles de presas.

Además, en esta encomiable labor de reconstrucción del pasado, también ha contribuido el cine con Estrellas que alcanzar (2010), de Mikel Rueda y el documental Prohibido olvidar (2010), de Josu Martínez y Txaber Larreategi.

El primero de los trabajos fue presentado en el Festival de San Sebastián, y fue un sincero intento por parte de su joven director vasco por acercarse a un tema que había estado muy en boga (dando pie a otras películas como El lápiz del carpintero o Las 13 rosas), el valor de la recuperación de la memoria histórica.

Euskadi fue, sin duda, una de las comunidades que más pronto se empeñó en resarcir a los represaliados por el franquismo y compensar a las víctimas tan tristemente olvidadas. No obstante, faltaba en ese encomiable afán, un filme que pudiera recoger desde otro singular punto de vista el gravoso peso del pasado.

Rueda emprendió, con escasos medios, una importante labor. Aunque la reconstrucción del penal, en el largometraje, no acaba de ser fiel del todo a los hechos, en rasgos generales sí es capaz de trasmitir, y ahí radica su relevancia, el sufrimiento, dolor y maltrato recibidos por parte de las presas. Y, en ese otro punto fuerte, recoge la inquebrantable voluntad de muchas de ellas de resistir esta cruda realidad mediante la rebeldía no violenta, como cuando las presas se encierran en el comedor de la prisión con el fin de entregar a una Comisión de la Cruz Roja sus quejas, que desvelan la situación de cruda indefensión que padecen.

Finalmente, el acto será reprimido pero eso no evita apreciar el enorme simbolismo que se traduce en esta lucha cívica por sus derechos y dignidad.

Otro elemento a destacar, un tanto controvertido, es que la historia fuera rodada íntegramente en euskera, lo cual, para algunos críticos, le restaba credibilidad porque era impensable que en aquel contexto se pudiera hablar este idioma. Además, no todas las presas eran vascas. Sin embargo, su licencia nos permite observar, en positivo, que la sociedad actual sí puede reivindicar esos rasgos culturales propios frente a la intolerancia mostrada por el franquismo contra cualquier identidad que no fuera la considerada estrictamente española.

Como complemento a Estrellas que alcanzar, cabe destacar el documental Prohibido olvidar, antes mencionado. Trabajo encomiable que recupera la voz de las víctimas, los traumas vividos, un recorrido intenso y sumamente crucial sobre sus experiencias en aquel infierno de intolerancia, violencia, humillaciones y, sobre todo, miedo y represión. Sus directores logran un destacable equilibrio entre el valor del testimonio y el sentimiento que nos hace recuperar, en primera persona, un capítulo tan oprobioso de lo ocurrido en tierras vascas. Así, el cine nos proporciona, junto a la Historia, un registro de la memoria que nos ayuda a repensar esos acontecimientos, asumirlos, valorarlos y, sobre todo, juzgarlos para que no puedan volver a repetirse.