ME ha saltado una alerta en el móvil. Cada vez que el celular suena con ese timbre singular me sobresalto. Antes era mucho peor. En el pasado, yo era el contacto informativo de la institución vizcaina en la que trabajaba ante el Departamento de Interior del Gobierno vasco. Y cada vez que se producía un hecho luctuoso, recibía un mensaje. En una época, aquel sonido era el anuncio anticipado de la muerte. De los atentados. De las bombas. De la sangre. Y odiaba mirar a la pantalla para conocer el motivo de la advertencia. Fueron muchos timbrazos desoladores.

Posteriormente, las alarmas anunciaban sucesos, accidentes, incendios. Ahora lo siguen haciendo. Por alguna extraña razón, mi número debió de quedarse en una base de datos de emergencias y aún hoy me siguen llegando comunicaciones de hechos trágicos. No es agradable pero son noticias de primera mano.

La alerta del pasado día no tenía que ver con esa fuente oficial de notificaciones. Era otra cosa. “El núcleo de la tierra se estaba parando”. Según un estudio elaborado por el instituto de Geofísica de la Universidad de Pekín y publicado en una prestigiosa revista científica, el núcleo conformado básicamente por hierro y níquel que genera el campo magnético que nos protege de las radiaciones provocadas por las tormentas solares había detenido su movimiento y probablemente comenzaría a girar en sentido contrario.

En un primer momento me acordé de Julio Verne, de su asombrosa capacidad por adelantarse a los acontecimientos. En mi subconsciente estaba el Viaje al centro de la Tierra o las producciones cinematográficas de “ciencia ficción” en las que los cataclismos formaban el nudo fundamental de películas de escaso rigor y menor calidad artística. Por un instante pensé en Iker Jiménez y, yendo años atrás, en otro Jiménez –Fernando Jiménez del Oso– que presentaba un espacio televisivo mítico, La puerta del misterio.

¿Sería posible la revelación? ¿El motor de la Tierra se paraba? ¿Nos estaríamos encaminando hacia el fin del planeta?

El eventual parón gravitatorio tendría, según las primeras reacciones observadas, una afección de difícil catalogación pues, según los expertos, la principal consecuencia de este fenómeno sería que la duración del día se acortaría en centésimas de segundo. También podría influir en el campo magnético y alterar el gravitatorio, lo que traería consigo un incremento de la temperatura global del planeta, unas deformaciones de la superficie terrestre y esto, a su vez, influir en el nivel del mar. Consecuencias inquietantes pero nada dramáticas que hicieran pensar en un apocalipsis.

Lo insólito, lo inverosímil nos atrae. Como la curiosidad que terminó matando al gato. Los campos del misterio, de la especulación y la calentura mental siempre son más seductores que el raciocinio. Pero pronto, el delirio expresado con una alerta informativa se templó. Científicos refutados, que no periodistas –yo siempre echando piedras sobre mi tejado– puntualizaban que en ningún caso la revista Nature Geoscience había indicado que el núcleo terrestre se hubiera detenido. Tal publicación hablaba de un estudio titulado Variación multidecadal de la rotación del núcleo interno de la Tierra. En realidad, según expresan los eruditos, el núcleo terrestre no se ha detenido. Sigue girando en la misma dirección del planeta pero ha reducido su velocidad con respecto al manto –la capa superficial– . Ese cambio en la velocidad es lo que puede dar la sensación de que la rotación se haya detenido y que a partir de un momento el núcleo incandescente se comience a desplazar en sentido contrario.

Rebajada la expectativa científica a ámbitos menos catastróficos, he de decir que la noticia apuntada por la alarma telefónica me dejó, por un lado, más tranquilo y, al mismo tiempo, defraudado por no fantasear un poco más con la revelación.

Sin embargo, hay a quienes el cambio de velocidad en la rotación del planeta les ha dejado en evidencia. Es como si la fuerza centrífuga de los acontecimientos les hiciera derrapar por doquier dejando en evidencia sus carencias, sesgos y su sectarismo. Por experiencia sé –me gané un golpe de campeonato intentando bajar en marcha de un tren del que salí, inconscientemente, en contra del sentido de la marcha– que pretender enfrentarse al movimiento como si la fuerza de inercia no existiera, aventura un desposicionamiento cuando no un aterrizaje accidentado. Y a los “pacifistas” de consigna y postureo el movimiento terrenal les ha dejado fuera de juego.

Me refiero a quienes en público alardean de apoyar y solidarizarse con Ucrania en su defensa por sobrevivir a la invasión rusa y, luego, impostando pacifismo y progresía al mismo tiempo, se niegan a apoyar el abastecimiento militar del país agredido. Ocurrió anteriormente con planteamientos huecos que bajo el eslogan de No a la guerra hablaban de promocionar “salidas negociadas” al conflicto. Lo que no decían los presuntos “pacifistas” es que mientras ellos reclamaban piadosamente la apertura de cauces de diálogo, Putin les respondía –a ellos y a todos– con ofensivas violentas atacando a la población civil y a las infraestructuras básicas de supervivencia ucraniana.

Ahora, los “pacifistas” de pose y postureo lo han vuelto a hacer, desvinculándose del acuerdo básico alcanzado por el conjunto europeo de apoyo logístico al gobierno de Kiev. En su supuesta neutralidad de “apaciguadores” de superioridad moral se han aliado –consciente o inconscientemente– con Putin porque en una invasión o en una agresión con fuerza descompensada a favor del atacante , no se puede ser imparcial y, como Pilatos, lavarse las manos. Bien lo sabemos los vascos o los republicanos españoles que ante la sublevación franquista –de un ejército regular apoyado militarmente por las fuerzas del eje italo-alemanas–, solo encontramos en las democracias occidentales buenas palabras y neutralidad, mientras la tropa regular, apoyada por la Legión Cóndor o las CTV fascistas, aplastaban a la población civil y acababan con la democracia en la península.

Hago mías unas reflexiones publicadas recientemente por Xavier Vidal-Folch. En una guerra de invasión no es posible la neutralidad, la equidistancia, el pacifismo abstracto, pues quien no apoye con todas sus fuerzas al invadido, al resistente, a la víctima, está, de facto, favoreciendo al invasor, al agresor, al verdugo.

A nadie le gusta la guerra, ni la dialéctica de las armas (al menos a mí no me gusta y la rechazo), pero negarse a la entrega de tanques Leopard a los resistentes ucranianos como gesto de solidaridad para que no sean masacrados por la fuerza del ejército más poderoso del continente, es tanto como permitir a Putin que continúe aplastando la vida y los derechos humanos del pueblo ucraniano.

La aportación de tanques a Ucrania no tiene por fin acabar con Rusia y desequilibrar la balanza en la guerra. Se sabe que tal cosa no pasará. Pero el aporte occidental en carros de combate es una garantía de defensa de Ucrania ante la gran ofensiva terrestre rusa que se prevé para la próxima primavera. Son las “contramedidas” que harán frente a la arremetida en ciernes y en la que tendrá un papel destacado una fuerza no gubernamental –Grupo Wagner– conformada por mercenarios y antiguos convictos liberados de sus condenas a cambio de su intervención en la primera fila de combate. Tanques occidentales para advertir a Putin de que la “operación especial” de Ucrania no será el “paseo militar” que él quería, y que prolongado el conflicto con su coste en vidas humanas y en pérdidas económica, será bueno que el Kremlin comience a pensar en un final dialogado sin victorias o derrotas de por medio.

Por el contrario, invocar a la paz, a la negociación y a la “desescalada” del conflicto como “única” salida al drama que se está viviendo en los límites de nuestras fronteras europeas, puede ser un ejercicio retórico de bienquedismo o de inocente coartada de acomplejados pacifistas. Nadie duda de que el final de la guerra será negociado. Pero no en este momento en el que el agresor se siente fuerte y dialoga bombardeando. Por eso, negarse hoy a colaborar activamente con el gobierno de Kiev, aprovisionando su capacidad de resistencia, puede entenderse por algunos como un gesto de paz, pero no lo es. Es como pedir a la Tierra que detenga su movimiento para podernos bajar a libre voluntad. Algo que de antemano sabemos no ocurrirá. Aunque lo anunciemos con señales de alerta.

* Miembro del Euskadi Buru Batzar de EAJ-PNV