PUEDE que el engranaje del poder público sea de las pocas maquinarias que, cuando alguien un dedo, bloquean su funcionamiento en lugar de aplastarlo. Esto no es malo en sí mismo, pues debería evitar que se cometan barbaridades irreversibles por accidente, pero hay dedos que se ponen ahí para parar la máquina. Admitía esta semana la vicelehendakari del Gobierno vasco, Idoia Mendia, que las transferencias comprometidas hace casi dos años y que siguen estancadas no están olvidadas en un cajón por falta de voluntad política de Sánchez sino porque en los ministerios españoles son reacios a soltarlas. ¡Ah, qué alivio! ¡Oh, qué horror! Es decir, que el presidente no es capaz de poner orden en las taifas de sus ministros, que no se pliegan ni a los acuerdos políticos que les permiten gozar de estabilidad ni a la ley –el cumplimiento del Estatuto de Gernika o del Amejoramiento del Fuero–. Es peligroso cuando la vocación política de cumplir la ley de la forma más ágil posible se torna en buscar el modo de incumplirla con el argumento que más aplausos recoja. En ese capítulo hacen fortuna falacias como la ruptura de la caja única de la Seguridad Social, la expulsión de la Guardia Civil de Nafarroa, o –esta es la mejor de todas– evitar la desigualdad de los ciudadanos del Estado, que en la práctica se ha traducido en pretender que nadie avance ningún carro mientras haya quien no tira del suyo. Todos iguales por abajo, donde pacen sin complicaciones quienes no quieren asumir competencias que cuestan dinero, esfuerzo y obligaciones que dejan en evidencia los rotos interterritoriales, en las costuras del “café para nadie” el gran fracaso del modelo de desarrollo español. Al que aspire a más se le iguala con el que menos quiera para facilitar que la succión centrípeta sobre la periferia engrandezca la leyenda del centralismo eficiente. Y, el que reclame su especificidad, su talento o su anhelo de hacer algo diferente, arde en un auto de fe en el que autogestionarse es anatema y vegetar es de buen cristiano.