UNQUE ni en la demarcación autonómica ni en la foral será de aplicación -por lo menos, inmediata- el bono de 250 euros mensuales para ayuda al alquiler de los jóvenes, la cuestión merece que le dediquemos unas líneas. A primera vista, se diría que no cabría la menor objeción. Todo lo contrario, ¿verdad? En apariencia, se trata una medida de hondísimo calado social que aliviará las estrecheces (a veces, las penurias) de los jóvenes que viven en techo ajeno y servirá de empujón para que se emancipen los que siguen atornillados por obligación al domicilio de sus padres. Basta rascar muy poquito, sin embargo, para que se pinche el globo propagandístico.

De entrada, la pasta destinada a tan noble fin apenas alcanzaría para un 8 por ciento de quienes cumplen los requisitos para solicitar la ayuda. Es decir, que como ya está pasando con el Ingreso Mínimo Vital, decenas de miles de personas se sentirán defraudadas. Y luego está lo que señalan la intuición y la experiencia de otras medidas populacheras en metálico. El precio de los alquileres subirá tanto como la cantidad de la subvención. En el mejor de los casos, empatarán los que la reciban, pero saldrán palmando, independientemente de su edad, el resto de los inquilinos. Lo expresó perfectamente Iñigo Errejón. Salvo que se establezca un tope a los alquileres, algo bastante complicado desde el punto de vista legal y no necesariamente justo, el bono es un Bizum a los caseros. Experiencias similares en esos estados de Europa que miramos embobados confirman que estas medidas no han cumplido su objetivo. Ahora, como propaganda, son de lo más resultonas.