ADIL se acercó a la Diputación con el miedo en el cuerpo. También lo hizo Joseph y tantos otros compatriotas que no han conseguido regularizar su situación, para quienes la Ley de Extranjería convierte la calle en un escenario hostil. No sería la primera vez que les para un agente y les hace pagar una multa de 500 euros por su situación administrativa irregular, o les envían directamente a comisaría para pasar por el juzgado con un expediente de expulsión en la mano. “Vivimos con el miedo en el cuerpo”, reconocen las cuatro personas que se brindaron a compartir esa inquietud que atormenta. Acudieron con miedo aunque el temor se fue disipando porque descubrieron que las puertas de las instituciones también se abren a los más desarraigados.

El relato de vida de estas personas contradice el discurso asentado en parte de la sociedad, que les mira únicamente como perceptores de ayudas. “No sé cómo pueden decir eso. Yo no aspiro a vivir de la Renta de Garantía de Ingresos. Solo quiero vivir de mi trabajo, y llevar una vida normalizada, algo que hoy por hoy me resulta imposible mientras no pueda regularizar mi situación”. Ya han pasado seis años, con todos sus días y noches en vela, desde que llegó Adil Essayad, de 39 años. Tiene mujer y dos criaturas. Una de ellas guipuzcoana, nacida hace un año, y otro chaval de seis años. “A los políticos les pediría que hagan lo que esté en su mano para que se facilite la documentación necesaria”, dice el marroquí.

La nigeriana Shalon Ekhator, de 33 años, vecina de Irun, se está dando como Adil de bruces con la Ley de Extranjería. “Para cualquier oferta de trabajo te piden experiencia. ¿Cómo voy a tenerla si no nos dan una oportunidad? Me gustaría poder contar al menos con dos semanas de plazo para poder demostrar lo que valgo”, se reivindica. “Hay momentos que me viene el bajón y me pongo a llorar”. Cuando habla de esas caídas anímicas, Ekhator mira a Marta Rosende. Ella es la responsable de formación y tramitación de Sutargi, una empresa que busca alternativas laborales para todas estas personas. “Les intentamos dar trabajo, y gracias a ello pudimos regularizar el año pasado a tres personas”, cuenta Rosende. Mustapha y Joseph son otras dos de las personas que acuden a diario a sus servicios.

En la misma sala en la que ellos exponen sus dificultades, hay una chica de tez blanca, guipuzcoana, que en apariencia no guarda ninguna relación con los cuatro jóvenes africanos, pero que, sin embargo, tiene mucho en común. “Estuve cuatro años sin salir de mi habitación”, dice Ana González. Un diagnóstico tardío y una “evidente falta de coordinación” entre los servicios sociosanitarios a la hora de tratar su patología mental agravaron su estado hasta el punto de olvidarse del mundo que le rodeaba.