Perturbadora, inclasificable, fría, inquietante... El sacrificio de un ciervo sagrado, el último filme de Yorgos Lanthimos, no ha dejado indiferente a nadie. El cineasta griego deja su sello personal, otra vez, en el largometraje y reivindica su valía en desmarcarse de películas convencionales.

Sin negar la figura de Michael Haneke como influencia en su trabajo, Yorgos Lanthimos, que ya sorprendió con anteriores filmes como Langosta (2015) o Canino (2009), en este proyecto se acerca también al cine de Stanley Kubrick. Más allá que un simple thriller, El sacrificio de un ciervo sagrado tiene tintes de tragedia griega, con ciertos toques de terror, elementos sobrenaturales y una dosis de tensión psicológica.

El guion, firmado también por el propio Lanthimos y premiado en la pasada edición del festival de Cannes, presenta una historia de una venganza divina. La película arranca con Steven, un eminente cirujano casado con Anna, una respetada oftalmóloga. Ambos viven felices junto a sus dos hijos, Kim y Bob, pero cuando Steven entabla amistad con Martin, un niño de dieciséis años sin padre, a quien decide proteger, los acontecimientos dan un giro siniestro. Steven tendrá que escoger entre cometer un impactante sacrificio o arriesgarse a perderlo todo.

El veterano Colin Farrel encarna al cuestionado cirujano Steven, que forma una interesante dupla con el adolescente huérfano, interpretado por el joven Barry Keoghan, que ya ha acaparado atenciones tras su papel en Dunkerque, el último largometraje de Christopher Nolan, estrenado tan solo unos meses atrás. Ambos actores, frente a frente, provocan un choque de fuerzas: un joven con sed de venganza contra un doctor que medita tomar una importante decisión que cambiaría toda su vida, incluyendo la de su familia.

La falta de moralidad, la apatía o la impersonalidad en las relaciones son algunos de los puntos que explora la película, como una dura radiografía de la sociedad contemporánea donde el individualismo se rinde frente a los lazos personales, en familia, profesión o amistades. Pero Lanthimos se aleja de moralejas finales y no realiza críticas de una forma explícita, sino que se sirve de escenas a priori absurdas o carentes de sentido, para que sea el espectador quien construya su propia reflexión.

En pantalla, los personajes se relacionan entre ellos de forma neutra, pasiva, con frialdad e indiferencia, una distancia que se apoya en la realización del cineasta, que juega con planos muy abiertos, frente a travellings y zooms que casi agitan a los protagonistas.

La moral, la avaricia y los principios de cada uno se ponen en duda en el filme, cuyo título hace referencia al mito del rey Agamenón, quien tras matar a un ciervo en los bosques sagrados de la diosa Artemisa, se ve obligado a pagar su acción con un sacrificio.

Incluso el primer plano de la película es una declaración de intenciones: un corazón humano, en plena operación quirúrgica. En eso se transforma el filme de Lanthimos, en un ejercicio donde la frialdad del cirujano moverá los hilos de acciones y relaciones entre los personajes. Es cine a corazón abierto.