Dirección y guión: Michael Haneke. Intérpretes: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, Ramón Agirre. Premios: Palma de Oro en Cannes; Mejor Película en los Premios del Cine Europeo y cinco nominaciones en los Oscar.

Cuesta escribir, sin caer en el efecto llamada reverencial de la crítica o la actualidad cinematográfica (nominaciones a los Oscar incluidas) sobre la que algunos han considerado ya la mejor película europea de la década, probablemente del director más reputado y representativo de una Europa del Bienestar que personifica en las decadentes pasiones y procesos de (des)humanización y descolectivización de sus intransigentes ciudadanos del viejo (y agotador) continente. En Amor, de Michael Haneke, operan muchas cuestiones: por un lado, es posible que, reconociendo indudablemente su magisterio y prodigiosa e inmensa competencia en la realidad que aborda, haya quien salga de la sala de cine algo desubicado o solicitando a gritos un Haneke aún más salvaje, ya que, en la cabeza privilegiada del director austríaco solo existía la certeza de hacer un filme "más tierno" que los anteriores.

En el cine actual, entre los directores que piensan de forma especial en el acto de la muerte o el asesinato, Haneke y Tarantino, son, respectivamente, sus dos grandes representantes. Haneke dota al acto mundano de la muerte (o al suicido como valor supremo de la propia perdición) un componente sobrio, severo y sobresaliente. En Caché delante de un espectador a navajazos; en La pianista como acto diario de mutilación; en La cinta blanca, como pérdida de ilusión o esperanza (el niño y el pájaro). Es verdad que en Funny Games despierta el alma depredador de un autor que halla en la violencia un acto de desmantelamiento de la seguridad familiar, que reproduce en Amor con rigor, sabiduría y una excelencia incalculable. En Django desencadenado, Taratino busca en el ritual delirante del asesinato la complicidad con sus continuos giros cómicos.

Cuando a la solvencia del propio director se le une la veteranía de dos intérpretes (Trintignant, y Riva), que suman a sus espaldas 140 películas, solo queda asistir a un testimonio inusualmente tan excepcional y estremecedor en su implacable retrato de una pareja amorosa, exmúsicos, que viven en un apartamento, relativamente aislados del mundo. Haneke es un director que domina como pocos el espacio como territorio referencial de lo público y lo privado. En Caché, el piso era una fuente de extrañamiento en la que los espectadores se sentían tan en casa como observados en la calle.

En Funny Games, la casa insegura se agota en la propia escapatoria: el mar. En La pianista, por ejemplo, la habitación era una cárcel de torturas y única provisión de intimidad (¿o privacidad?). Es decir, un autor que eleva a categoría narrativa el espacio, que en este caso posibilita tanto el aprisionamiento como la protección frente a las visitas que reciben. Dos ancianos que, de un momento a otro, cambian por la enfermedad repentina de la mujer.

Haneke realiza su película más sobria y existencial, nos guste o no a los retorcidos espectadores que esperábamos (o ansiábamos) otra operación de contención y explosión. El problema que pueden tener ciertos visitantes del mundo de Haneke (somos vecinos más que visitantes), es que aun habiendo visto toda su filmografía, creen que imaginan o adivinan ciertas resoluciones adoptadas por los protagonistas.

Sin embargo, ahí no radica la fuerza expresiva o narrativa de esta obra. Pocas veces se ha retratado el amor, no el adolescente sino el amor maduro e interiorizado como en esta película. Su gran obsesión, junto a los detalles y la complicidad de la mirada y la lealtad. Si el Bergman era un maestro de la desnaturalización de la pareja madura, Haneke ha hecho su gran aportación al cine y al amor como continuidad de la vida. El amor como sacrificio y humanización. Como un fin en sí mismo. Una película.