Dirección y guión: Woody Allen. Intérpretes: Woody Allen, Alec Baldwin, Roberto Benigni, Penélope Cruz, Judy Davis, Jesse Eisenberg, Greta Gerwig, Ellen Page, Alison Pill, Ornella Muti, Alessandra Mastronardi. Producción: EE.UU, España e Italia. Duración: 102 minutos

EL maestro neoyorquino se ha especializado últimamente en un subgénero que ha customizado y hecho propio, que llamaremos "comedia vacacional". O dicho de otra forma: rodajes familiares en Europa, sobremesa en restaurantes con estrellas Michelin, y un tipo de comedias ligeras sin grandes pretensiones intelectuales. Poco que ver con la ebullición creativa del Nueva York más febril y vibrante, en la que su humor era un golpe al ingenio, al chiste visual, a la intelectualización de la tragicomedia.

El día en que Woody Allen (Annie Hall) nos mostró en una cola de cine a McLuhan (aquel dijo que "el medio es el mensaje") murió un comediante que ya no ha vuelto: el genio que se debatía entre explicitar o ser implícito, entre enseñar a través de los diálogos o mostrar al personaje. En La última noche de Boris Grushenko (1975) no necesitaba mostrar a Sócrates para realizar uno de sus gags más memorables. En Midnight Paris, en cambio, volvía el Allen más explícito que nos muestra físicamente a Picasso y a los artistas de la vanguardia. El debate entre la cita, la ironía y la imaginación o el juego de lo explícito.

Entre lo visto y lo imaginado, el Woody Allen actual disfruta ahora de otro tipo de explicitación. La del turista que busca relatos para (auto)satisfacerse a él y su autocaravana familiar y que delega su mirada cinematográfica para disfrute de la experiencia del rodaje.

En A Roma con Amor, Woody Allen muestra las mil y una noches de la ciudad eterna a través de microrrelatos de sus habitantes pasajeros y extraordinarios. Historias que ni se cruzan vagamente y rozan el inquietante universo surrealista y absurdo. Si en Vicky, Cristina, Barcelona nos enseñó el modernismo de Gaudí y las postales de la modernidad turística de la ciudad catalana, en A Roma con amor aparece algo más cauto, pero permanece su mirada de turista accidental, engatusado por el paisaje como valor promocional más que por su valor cinematográfico.

A Roma con amor supera la banalidad posmoderna de Vicky, Cristina, Barcelona y en la batalla imprevisible entre lo banal y lo vulgar, gana la ligereza (pero no siempre).

Agradecemos que Woody Allen aparezca en un avión, neurótico perdido, rumbo a Italia, a la espera de que su hija se matrimonie con un buen partido. Y estimule así a sus seguidores con su ingenio e hipocondría (cultural).

De alguna forma, cuando figura como actor, alienta al director que, meticulosamente, se preocupa por el destino de su película.

Un destino algo caótico, y algo descoordinado y desganado, pero que se empeña en desmontar y mantener el nivel. Un ritmo que aumenta mientras decae su contundencia narrativa, algo a lo que estamos acostumbrados.

¿Qué es lo que fallaría? Con Woody Allen falla tanto el público que espera ver al cómico de su primera época, a la espera de una nueva comedia gozosa o una obra maestra que recuerde a sus mejores títulos de los 70 y 80, como el director desganado que tira más de oficio que del pulso narrativo. Porque entre los relatos de A Roma con amor, los hay previsibles, pero con agradables hallazgos (el triángulo amoroso); una original idea sobre la sociedad hipermoderna de nuestro tiempo que pierde pronto interés (Begnigni), la joven pareja que se pierde en todos los sentidos (notable, sobre todo la frescura de la actriz italiana Alessandra Mastronardi). O el difícil equilibrio entre la parodia y la genialidad (la obsesión por la ópera del personaje interpretado por Woody Allen).

Dos horas de comedia alargada, levemente plausible, con unos buenos gags para recordar y un par de historias con gracia de un director que se está quedando sin ciudades europeas interesantes para rodar. ¿O se trata de contar historias?