UNA ametza (quercus pyrenaica) lucha para sobrevivir en lo alto de Jaizkibel. Esta variedad de roble busca su espacio en una zona muy expuesta y en un terreno arenoso, que con el agua “se deshace como un azucarillo”. No tiene más de 30 años, puesto que de antes de 1989 no queda casi nada. En el invierno de ese año, Jaizkibel amaneció negro en el peor incendio de su historia. La ingeniera de montes Inma Lizaso, los guardas forestales Tomás Aierbe e Iker Luariz-Aierbe y el joven aprendiz Unai Arroyo son los protectores de esta montaña. Respiran más tranquilos después de un febrero “peligroso”. El riesgo ya casi ha pasado, aunque siempre hay que estar atentos. “Cuando sale el helecho ya sabemos que baja el peligro”, indica Aierbe. La falta de humedad, junto al viento sur y la pendiente forman parte del “triángulo del combustible” y teniendo en cuenta las condiciones meteorológicas, Jaizkibel se ha librado de una buena. “Con 20 grados, no encontrabas humedad por ningún lado, esto parecía el Sahara”, señala.

Pero nada comparado con 1989, un año que todos ellos tienen en mente pese a no haberlo vivido en primera persona. “Yo lo tengo metido en la cabeza y no estuve”, admite Luariz-Aierbe. “Allí se curtieron la mayoría de los guardas. Debió ser terrible”, señala Aierbe. “Jaizkibel ardía por todos lados. Fue el peor año en toda la cornisa cantábrica. Se dieron muchas condiciones climatológicas como vientos huracanados; aquello era imparable”, insiste Lizaso, que comenzó a trabajar en 1996, cuando el monte empezaba a revivir.

Tanto ella como Aierbe vivieron otro gran fuego, el último de enorme magnitud ocurrido en este monte, que arrasó con 500 hectáreas en la ladera que da al mar en 2010 cuando golpeó con fuerza la ciclogénesis Cynthia. “Fue un sábado a las 22.00 horas. El guarda mayor, ya jubilado, me dijo: prepárate para hacer gaupasa porque esto tiene muy mala pinta. No salimos del monte hasta las 10.00 horas y hubo que dejar retenes todo el domingo”, rememora y señala dónde comenzaron las llamas.

A bordo de sus todoterrenos, Lizaso, Aierbe, Luariz-Aierbe y Arroyo se trasladan a la pista sur, que recorre Jaizkibel hasta Guadalupe y cuenta con varios accesos. Es el camino principal en caso de incendio, ya que se convertiría en “una línea segura”. “Si viene con garra y fuerza aquí ya no tiene combustible, bajan las llamas y le puedes atacar con batefuegos o con agua”, indica Aierbe, que explica que de lo que se trata es de “hacer sitios donde el fuego baje”.

En Jaizkibel hay un total de 40 hectáreas de cortafuegos en trece líneas. Todos los años se hace un desbroce para mantenerlo limpio y también se despejan los márgenes de pistas como la de la ladera sur. El trabajo de estas cuatro personas no solo es fundamental, sino también invisible. Limpiar todo el monte es “económicamente inasumible” y tener todo el terreno controlado, también. Pero se intenta hacer todo lo posible para minimizar los riesgos. Pero este monte tiene otra amenaza que es la gran afluencia de usuarios. Se calcula unos 100.000 senderistas al año y, aunque en la mayoría de casos “andan por los mismos sitios lo cual es una ventaja para la conservación”, actividades como la fotografía o el slack line (cuerda de equilibrio) llevan a muchas personas a intentar acceder a lugares “más recónditos y aislados” y, por lo tanto, más vulnerables.