eN el transcurso de un segundo la Tierra gira ligeramente sobre su propio eje; vuela en torno al sol; se desplaza en la Vía Láctea y en el espacio ignoramos si infinito; explota el satélite de un distante exoplaneta gaseoso; colapsa una vieja estrella que acaba de agotar el último nanogramo de combustible; un púlsar da vueltas enloquecido en torno a sus dos corazones; se produce un estallido de rayos gamma en algún lugar donde el frío y el calor carecen de sentido y en el que abunda la nada; los asteroides se obstinan en enhebrar sus órbitas inacabables de elipsis agudas.

Durante ese mismo segundo, el jaguar decide no saltar sobre la piara de pécaris que hoza junto a la charca; una osa negra se frota contra la corteza de un magnolio; los machos de canguro rojo riñen en la sabana australiana observados por las hembras indiferentes; una guanaco amamanta a su cría sin perder de vista el planeo del cóndor entre los picos nevados; un flamenco más se posa en el palmo de agua de la laguna y desaparece entre los miles de patas, picos y alas rosas; el viejo berrendo no desea seguir trotando por el desierto de Nuevo México, se para, da la vuelta y la pareja de coyotes le alcanza mientras la manada se aleja; el topillo zigzaguea por el pedregal en busca de un resquicio, el gavilán baja del cielo con cada centímetro de ese tramo de estepa medido y escaneado por sus ojos.

Los salmones detectan las desembocaduras de los ríos que los vieron nacer, ansiosos de subir en busca de la muerte contra corriente; inmensos cardúmenes de sardinas dibujan formas improvisadas, siempre sin aristas, mientras nadan entre dos aguas a la altura del Cabo de Buena Esperanza; la manada de elefantes deambula pesadamente por el Namib aguardando el frescor de la lluvia; el mapache solitario limpia en el flujo del arroyo una manzana sin madurar que el viento arrancó del árbol; la víbora despierta su letargo, en el que ha soñado con una piedra plana y calentada por el sol, y siente que debe comer antes de que caiga la noche.

El hielo del glaciar gotea regularmente, humedece los guijarros y se funde en un hilillo de agua que salta sobre el riachuelo que da a la gran avenida que forma el delta que preña el estuario de limo; las nubes flotan sobre el páramo, giran en torbellinos hasta chocar con la cordillera y se deshacen en forma de niebla en las alturas o de tormentas sobre el valle; en la caldera del volcán, los gases se dilatan con el calor, agrietan la roca, bulle la lava, la presión carece de válvula hasta que la fina lámina sólida superior ofrece una ranura y, tras un silbido, todo vuela: ceniza, borbotones de magma, piedra pómez; luego el volcán se derrama por sus propias faldas y retorna la calma en el mismo instante en que se empieza a formar el primer milímetro de la costra que ocasionará la próxima erupción.

Los delfines cortan la superficie del mar transparente en lo que parece un juego pero no es sino la perpetua búsqueda de comida; el cachalote solitario desciende metros y más metros hasta donde el útero del océano lo presiona en torno a sí mismo y deshace la luz y el sonido; la foca se escurre a ciegas de entre el infierno de dientes triangulares de un tiburón gris y se apresura hacia la seguridad del aire; la manada de ñus sin número salta desde la arcillosa orilla del Mara, como una plaga que devorará el pasto del otro lado y que convierte a los cocodrilos en dioses de la hierba; un lobo gira sobre sí mismo en la selva de Polonia atrapado por un lazo de acero que no aflojará; los camarones bailan su coreografía transparente, rodeados de ávidas anémonas, en los pozos salados que ha dejado la bajamar.

Un dedo aprieta la tecla enter en un soleado despacho de Singapur y miles millones de yenes cambian de refugio fiscal; el troquel 35-F de una oscura fábrica de Sao Paulo estampa la última aleta de ese modelo de VW que se acaba de dejar de fabricar; en la Ópera de Budapest una bailarina liviana como un pájaro brinca a los brazos de Otello; el boxeador escucha la cuenta sin estar seguro de que vaya a ponerse de nuevo en pie, pero la sonrisa de su rival en la esquina neutral le insufla coraje; un balón gira hacia la red una vez que ha rozado la coronilla de uno de los jugadores que forman la barrera, que pudo saltar un poco más y que condenará a una ciudad al descenso de categoría.

Una luz roja muda al verde y se desparraman cientos de vehículos fuera del largo puente; la cirujana anuda el hilo quirúrgico en un gesto exacto y la arteria queda suturada; el hombre saca los cubitos del congelador con una mano, descorcha la botella de ron con los dientes y se sirve olvido; el notario firma los documentos que ha fingido leer y la deuda crece; la anciana que posee tantos recuerdos que ya no es capaz de ordenar sale de su casita y camina en dirección a la puesta del sol convencida de que regresará; el artillero del carro de combate aprieta el gatillo eléctrico de la ametralladora.

En ese mismo segundo, en cualquier casita de latón y adobe del África oriental, una niña da a luz a otra niña que permanece un instante en silencio y luego grita a todo pulmón. Y llora. Cierra los puños. Tiembla. Pero ya ningún otro segundo será igual. Acaba de abrirse un nuevo punto de vista. Como un telescopio que capta la luz y el tiempo del universo desde su particular lugar. Quizá el nuevo punto de vista resulte determinante. Quizá carezca de interés. Pero siempre será singular.

El goteo del agua, la pausa del jaguar, la dentellada del coyote, el desfile de elefantes en el Namib, la danza de las sardinas en el Cabo de Buena Esperanza, dispondrán de un nuevo modo único de ser sentidos. Y ya no serán los mismos. Puede que la manera de pensar los púlsares o de encontrar exoplanetas o de captar los rayos gamma cambie definitivamente. O que se escriba una poesía acerca de la niebla, las nubes, el hielo y el valle que altere la manera de percibir las alturas o de crear versos. O que los destruya.

Después de ese segundo, minúsculo, insignificante, idéntico a cada uno de los que le precedieron e igual a los que vendrán, todo será diferente.