DE noche, la ciudad calla. Pocos vecinos se atreven a pegar el oído a la tierra. Si alguien tropieza y cae, se levanta como impulsado por un resorte por temor a que la maldición lo atrape.

Cuando el sol se va, ulula la sirena ocasional de una ambulancia que corre zigzagueando entre la vida y la muerte. Y quiebra el silencio la voz aguardentosa del borrachín solitario que se trastabilla con el estribillo de una canción deshilachada. O el eco de los pesados pasos de la pareja de policías que desgranan la ronda aburrida. Todos hacen como que no sienten el zumbido que parte de algún lugar bajo los pies.

Prestando atención se puede escuchar el chapoteo de los mújoles que patrullan la ría en su inagotable búsqueda de pitanza. El coro de las goteras. Un ladrido a lo lejos. El salto de los relés que ordenan el cambio de color de los semáforos. Una ventana abierta que escupe la discusión cotidiana de una pareja. El llanto agudo de un bebé. Pero nadie se agacha a atender el rumor sordo que se eleva desde el suelo.

Nada de eso se percibe durante el día. La migración cotidiana de automóviles y máquinas colectivas, las grúas de mudanza, los furgones de reparto y los niños que entran y salen de las escuelas, lo cubren todo con un hirsuto manto tejido a base de gritos, bocinazos, chirridos y traqueteos. Los txikiteros cantan al doblar los cantones del Casco Viejo. Suenan los precios del mercado y la campanilla electrónica del tranvía. Retumban los goles en el campo de fútbol, que es un enorme megáfono abierto hacia el sol. Nadie atiende el mugido grave que escapa por las alcantarillas. Un murmullo antiguo, mezcla de parloteo lejano, trote de txoklos y movimiento de cestos.

Mujeres y hombres miran al cielo al pasear. Levantan la vista más allá de las colinas, suaves y verdes, que se siluetean en el gris de las nubes. Temen la tierra. Se estremecen cuando perciben una piedra irregular entre la calzada y la acera. En un jardín genera pánico. Rezan para que se trate de un trozo de granito desprendido, caliza de un muro o arenisca de esta o aquella obra. Los ocres rojos les producen escalofríos. La siderita les hace gritar. Porque esas piedras, irrelevantes en cualquier otra ciudad, son testigos de lo que ocurre. Y son señal de que cualquiera puede quedar atrapado y convertirse en el pago al pasado. Advertencias. Ningún niño patea pequeñas piedras en esa ciudad. Les sorprende que en otros lugares lo hagan despreocupadamente.

La urbe se extiende a lo largo de una ría canalizada tozudamente durante siglos. Los meandros desecados sostienen los cimientos del centro financiero y comercial. Los barrios residenciales escalan las colinas desde ambas orillas. Rampas, escaleras y ascensores lo suturan todo. En esas calles, las altas, es en las que con más frecuencia alguien se ve hipnotizado por un pequeño canto de siderita arrastrado hacia un sumidero. Y va tras él si nadie se lo impide. Como empujado por un magnetismo extraño que tira de su interior.

Sucede que las colinas se encuentran perforadas. Las plazas, calles y casas se levantan encima de mil galerías de trazo irregular. Todas siguen la vena de hierro que un día asomó al ras de la hierba. Los mineros perforaron y entibaron kilómetros de pozos que perseguían el campanil, el rubio, el lavado y el carbonato. Al final, al fondo, la siderita. Ahí residía la riqueza de la villa. Miles de mineros, desde niños hasta viejos, picaron el hierro y lo sacaron a las barcazas abarloadas en la ría. O lo trataron en los hornos de calcinación para mejorar la proporción de vena. De las barcazas a los barcos, al mar y al otro lado, donde el sudor, el hambre, la sangre y el hierro se trocaba en libras esterlinas. O en oro.

Faroles de carburo, palancas, mazas y picos mordieron las entrañas de lo que hoy es la ciudad. Cestos y baldes a lomos de asnos tuertos extraían las arrobas de chirtas hasta que instalaron vagones. Primero rompían las vísceras de la colina los barrenadores, luego empezaba el taqueo. Sin descanso. Se alimentaban de tocino rancio y habas. Con suerte, el aguador pasaba con su azumbre de vino. El rostro ocre bajo la boina, las manos ásperas, el pantalón remendado y la barrena al hombro, desfilaban hacia el aguardiente al término de la jornada.

Las minas se abren y forman enormes cavernas en cuyas paredes brillan los restos de pirita y el agua resbala como si el tiempo no existiera ¿Cuántos túneles se hundieron? ¿Cuántos trabajadores murieron? Los habitantes de la ciudad no lo tendrían presente si no fuera por la maldición.

Las noches de cielo nublado, cuando el mar empuja las tormentas estuario arriba, los espectros de los mineros se reúnen en el tajo y retoman su faena infinita hasta que cesa la lluvia. Contabilizan los vagones que corren por los raíles podridos con sus ábacos sin cuentas. Barrenan y canturrean en silencio. Buscan escoria de siderita que arrojar a la superficie por un pozo, una tubería, o una remota rejilla de ventilación. De ese modo se cobran el tributo que la ciudad les debe. Quien se agache arriba a coger el brillante mineral terminará buscando con desesperación una bocamina. Quien escuche el canturreo de los pinches, la vibración de los picos y azadas, el eco de las explosiones de hace décadas, correrá hacia un sótano que conecte con las minas. Desaparecen. Se unen a la cuadrilla del Morro. O de Malaspera.

Resulta inútil plantearse un rescate. La ciudad sabe que el hierro se cobra lo que es suyo. La gente se concentra en caminar alejada de las piedras de ocre y la siderita. Mirando al cielo, sin atender lo que resuena en las galerías bajo sus pies los días de tormenta. Su peor pesadilla es que un día se enciendan los rescoldos de los hornos de calcinación, las barcazas retornen a los cargaderos, los vagones se deslicen de nuevo rail abajo y los fantasmas de los barrenadores salgan por las bocaminas.

Ese día, la ciudad se hundirá hasta cegar las cavernas.