IN que nos diera tiempo a percatarnos, levantaron una empalizada altísima de madera, perfiles de acero y alambre de espino. Debieron acarrerarla desmontada en los camiones. Quedamos atrapados entre la valla y los riscos escarpados. Granito tan vertical que apenas soportaba vegetación. Musgo y poco más.

Estábamos agotados por las extenuantes jornadas de marcha por las carreteras sin sombra. Muchos, con los pies desollados. Los dedos dañados. Las uñas gastadas. Las sandalias, puro jirón. Constituimos una columna inmensa que caminaba movida por la esperanza.

La selva nos vigilaba desde detrás de los árboles, a un lado y otro del asfalto. De día, escuchábamos los gruñidos. Notábamos el oscilar extraño de las enormes hojas de los bananos. Una vez que caía la noche, el concierto de ululares y aullidos se tornaba insoportable. Decenas de pares de ojos brillantes se encendían y apagaban en la umbría. Jamás conseguí descifrar el mensaje oculto tras aquel desazonador código morse.

Una vez en el campamento, nuestros cuerpos nos pidieron dormir dos días enteros. Algunos, más. La mayoría caímos en un sopor enfermizo. Ese estado en el que cuesta diferenciar el sueño de la vigilia. En el que el tiempo se enrosca como una larga melena rizada, oscila entre el presente y el pasado, y se convierte en una mixtura de miedos, ansias y deseos. Únicamente los niños gozan de tales experiencias. Y es porque les importa poco el pasado y son incapaces de temer el futuro. Ellos duermen, sueñan y disfrutan del sueño que les conforta, desmadejados entre los brazos de una madre o apoyados sobre el hombro de un padre.

Los ancianos, en cambio, empapados de pasado, tiemblan ante la idea del futuro. Por eso tratan de no soñar. Se esfuerzan en dormir pesadamente, con los ojos cerrados con fuerza y la respiración trabajosa. Se agitan en ocasiones. Es cuando presienten el porvenir que nada les ofrece. Si lo perciben muy cerca, despiertan repentinamente. Y se juran a sí mismos, y a quien haga falta, que ignoran lo que les ha asustado.

Así transcurrieron esos dos primeros días. Al tercero, las mujeres empezamos a organizarnos. Debíamos redactar un listado de peticiones básicas y trasladarlas al oficial que mandaba la tropa al otro lado de la empalizada. Lo principal era que nos permitieran salir al bosque a aliviar el vientre. Respondieron que caváramos letrinas. Lo profundas que quisiéramos. Y nos entregaron dos palas viejas y oxidadas con las mangos muy cortos. Reían.

Formamos comisiones. La época de lluvias tardaría semanas en regresar. Era preciso determinar un lugar para atender a los enfermos y las parturientas. Organizar turnos con los voluntarios que mostraran conocimientos o experiencia. Atender los consejos de las ancianas. Nadie sabía cuánto tiempo permaneceríamos allí. Era preciso establecer un modo de acumular y conservar agua limpia. Concentrar y racionar medicinas, gasas, ungüentos.

La epidemia empezó a manifestarse antes de que cumplieramos la primera semana en aquellas condiciones. Los más pequeños caían sin remisión. Como si un espíritu maligno visitara las tiendas cada noche y los contaminara a voluntad. Al romper el alba no se levantaban. Ni siquiera conseguían incorporarse un poco. Empezaron siendo media docena. Luego, un ciento. Nos abandonó el coraje preciso para seguir contándolos.

Se quedaban tumbados. Con las piernas recogidas y los brazos temblorosos. Los ojos muy redondos. Muy abiertos. Los labios secos. El cabello apagado. A pesar de que las combatimos, no logramos que las moscas, gordas, brillantes y ruidosas, los respetaran. Zumbaban pesadamente por todas partes. Y se posaban en el lugar más sagrado. Insectos obscenos. Orgullosos de anunciar la muerte. Como si su propia existencia dependiera de ella.

La plaga se extendió. Los más mayores dejaron de respirar. Sin aspavientos. Nada de gritos o lamentos. Algunos se despedían. Abundaban quienes ni siquiera reunían fuerzas para hablar. Miraban el vacío. A los lejos. Al otro lado del campamento. Más allá del roquedal de granito jaspeado. A un lugar que únicamente ellos veían. Quizá una pradera fértil atravesada por un río lento poblado de peces saltarines. Quizá unos meandros muy abiertos en los que abrevaban las ciervas. Una loma suave plantada de frutales al lado de un campo de trigo dorado que se estremece con la brisa del atardecer. Así debía ser la visión, porque se iban con una sonrisa.

La peste terminó afectándonos al resto. Las mujeres aguantamos uno o dos días más. Salía el sol y esta o aquella chabola seguía sin movimiento. El contagio, silencioso e implacable, se extendió por todos los sectores. Las moscas no daban abasto. Flotaban papeles sucios, remolinos de polvo, cachitos de cartón. Crepitaba el plástico golpeado por el viento. El latón claqueaba sacudido por la corriente de aire. Los trapos pegajosos ondeaban.

Algunos supervivientes eventuales optamos por aproximarnos a la valla. La más joven escaló las traviesas. Los soldados habían levantado las posiciones de guardia. Desaparecieron. A lo mejor ayer. O dos noches atrás. O una semana. Qué más da. Entendimos en ese momento lo sucedido con los anteriores ocupantes del campamento al fondo del valle. Comprendimos que regresarían otros soldados, con bulldozers y más máquinas, a enterrarnos a una o dos leguas.

Sobre todo, supimos en ese momento que la vacuna jamás llegaría a tiempo. Debía resultar muy costosa. Onerosa de producir y con un transporte caro, complejo, sofisticado. Las cuestiones logísticas. Tampoco nos alcanzaría el tratamiento. Existía. Pero, claro, el empaquetamiento, la distribución. Todo eso.

Sentadas en el suelo arcilloso, apoyadas contra la empalizada, reímos. Carcajadas desesperadas. Las primeras que sonaban en aquel paraje desde hacía tanto que podía tratarse del inicio de los tiempos. El farallón de roca devolvía un eco grave.

La vacuna. La solución para la plaga que nos extermina se llama pan. Pan. Se mantiene a temperatura ambiente. Puede mojarse. Se seca. Basta el sol. Caben muchos kilos en un saco. Un simple saco. Un carro. Cestos.

Reímos. El tratamiento se conoce como arroz. Arroz. Alimenta a perros, gatos y aves. Reímos hasta desfallecer.

Aparece ante mis ojos un río lento de cauce perezoso en el que abrevan las ciervas. Y me pregunto si la epidemia es el hambre.

O somos nosotros.