pesar de que el discurso del presidente no empezaría hasta las doce, la gente fue llenando la explanada de la Plaza de la Libertad desde poco después de las diez y media. Era un domingo de primavera que había nacido azul y templado. Las palomas se arremolinaban por corros inquietos allá donde cayera un trocito de hojaldre o los restos de un pastelillo. Los domingos, el pueblo come distinto.

El gran balcón de la fachada del Palacio de la Nación, el que daba a la plaza, amaneció engalanado con guirnaldas coloridas. Por los desproporcionados amplificadores suspendidos a distintas alturas sonaba música de maestros clásicos; a menudo, la Sinfonía delNuevo Mundo de Antonin Dvorak. Hasta los más pequeños la tarareaban.

A eso de las once, cuando la concurrencia ya era nutrida, fueron irrumpiendo entre el gentío barquilleros con sus ruletas, vendedores de helados, rosquilleras con ramitas repletas de dulces, voceadores de diarios y muchachas con bandejas de empanadillas, cubiertas por un paño, milagrosamente equilibradas sobre la cabeza. Aparecieron carritos pintados a mano que ofrecían limonada fría y otros refrescos. Todo el mundo sabía que también debían de trabajar por allí los carteristas, pero nadie conseguía verlos. Los niños correteaban entre las piernas de los adultos, tropezaban, caían, se arañaban las rodillas, peleaban; las abuelas terminaban separándolos con una sacudida cariñosa. Las niñas improvisaban tableros de truquemé con los guijarros del propio pavimento mientras soplaban globos de chicle rosa que, al explotar con un pluff, lo perfumaban todo de fresa.

A las doce en punto, el silencio sustituyó a la música. El jolgorio de la plaza mudó en un murmullo sordo. Como cuando se apaga el fuego bajo el puchero del cocido, cesó el movimiento, todo el mundo paró y hasta el murmullo se extinguió.

A las doce y cinco, asomó en la balconada un hombre alto y canoso de gesto severo. Vestía un traje azul oscuro, camisa muy blanca con gemelos de oro, y corbata con diagonales granates y azules. Era el ministro de presidencia. Golpeó dos veces el micrófono con el índice de su mano derecha. Retumbaron los altavoces. Acercó los labios.

—Su excelencia... ¡El presidente Antúnez!— dijo con la voz grave y quebrada de quien ha fumado cientos de paquetes de rubio americano. Desapareció con un paso atrás.

La plaza se agitó de nuevo. Se escucharon vivas y aplausos. Todos los años por aquellas fechas, el presidente se dirigía a la nación. Era la costumbre. Tenía que ver con la proclamación de las leyes fundamentales o algo parecido. Los más afortunados se congregaban bajo el balcón. El resto debía conformarse con los aparatos de radio.

“Qué bien habla el presidente”, solía comentarse en todos los rincones. Las valoraciones sobre lo que Antúnez había dicho, sobre lo que en realidad había querido decir, o sobre cuál era su intención concreta se prolongaban durante semanas en gacetillas y revistas. Incluso que lo anunciara un ministro en lugar de otro, o su tono de voz, hasta un tosido en este o aquel punto, se convertían en objeto de debate e interpretación. Cualquier detalle podría constituir, en realidad, una señal del presidente al pueblo. Así era Antúnez.

Su Excelencia asomó decidido, con los brazos en alto, saludando. El gentío rompió en un clamor. Como cuando el equipo de fútbol local marca un gol importante. Antúnez continuó saludando en silencio con una sonrisa serena iluminándole el rostro. Era un hombre de mediana estatura, ni flaco ni grueso, con el cabello castaño ni muy largo ni muy corto. Poseía una discreta elegancia que acentuaba el modesto bigote que sombreaba su labio superior.

—Querido pueblo. Sabéis que todo os debo. Sabéis que todo os entrego. Cada una de mis horas y mis desvelos. Sin titubeos, cumplo en mi persona cada uno de los sacrificios que os exijo. Soy uno más.

Hablaba lentamente. Con una voz firme, pero sin un timbre particular. Podía ser la voz de cualquier hombre de mediana edad. Sin embargo, tras el primer silencio, la plaza rugió. Enfatizaba sus palabras gesticulando con su mano derecha.

—Desde que vosotros y el destino me elegisteis, la paz ha sido siempre mi principal preocupación. De la paz depende el bienestar de nuestros niños y nuestras madres. Se equivoca quien crea que la riqueza de una nación depende de sus minas, sus campos, sus rebaños, sus mares o sus fábricas. Nada de eso. La mayor de las riquezas de una nación es la paz. También de la nuestra. Nada es posible sin paz. Sin ella, resulta inviable la prosperidad. No cabe contemplar el bienestar del pueblo cuando se carece de paz. Vosotros, y yo, amamos la paz ante todas las cosas.

En miles de cocinas y salas de estar resonaba el discurso. Familias completas observaban la vibración de la rejilla que cubría el altavoz de la radio junto al dial con su flechita colorada. Los hombres fumaban y bebían su vaso de vino; las mujeres se afanaban con la labor de ganchillo.

—Me conocéis bien. Habéis visto que, como el santo de Asís, he puesto todo el esfuerzo en transformarme en instrumento de paz. Y lo he conseguido. Como un padre de familia, cumplo mis compromisos. Jamás traiciono la palabra dada. La paz se construye sobre los hombros de la confianza y la lealtad. No existe otro modo. Estáis de acuerdo. ¿O no?

La plaza respondió con gritos de “sí” y de “paz”. Ya habían desaparecido los barquilleros y los carritos de limonada. La gente alzaba ambos brazos y coreaba alabanzas a Antúnez y al país.

—Claro. Sois buena gente. No existe maldad entre vosotros. Sois los mejores. Con diferencia. Por eso, porque sois los mejores y porque merecéis bienestar y paz ¡Voy a declarar la guerra a esos desleales del otro lado de la frontera! ¡No podemos conservar la paz junto a unos vecinos en quienes no se puede confiar! ¡La guerra es el camino a la paz y la prosperidad!

La plaza calló. Se podía sentir el revoloteo torpe de las palomas y los balbuceos de los bebés. Antúnez levantó enérgicamente su brazo derecho, en cuyo extremo sujetaba un papel.

—Este es el decreto de la declaración de guerra ¿Queréis que lo firme por la paz? Necesito vuestra respuesta. ¿Queréis la guerra para conservar la paz?

El griterío fue unánime. Habría una nueva guerra en nombre de la paz. Como casi todas las anteriores. A las doce y media, la Plaza de la Libertad quedó vacía. Un par de horas más tarde cayeron los primeros obuses.

Los barquilleros, los niños y las abuelas no regresaron hasta muchas décadas después.

Cuando la plaza se llamaba de otra manera.

Habría una nueva guerra en nombre de la paz. Como casi todas las anteriores. A las doce y media, la Plaza de la Libertad quedó vacía

Los barquilleros, los niños y las abuelas no regresaron hasta muchas décadas después. Cuando la plaza se llamaba de otra manera