PUNTA al cielo pero los comienzos del puente de La Salve, abierto el 9 de enero de 1972, fueron más terrenales. Su aparición fue sorprendente, si se juzga que se trataba del primero que se inauguraba en Bilbao sobre las aguas del Nervión desde la Guerra Civil, cuando todos los de la ciudad habían sido volados por los estragos de la guerra para ser reconstruidos después. Se construyó para permitir la circulación de vehículos y descongestionar así el cercano puente del Ayuntamiento. Obra del ingeniero Juan Batanero, desde su primera hora se convirtió en unos de los más avanzados de la España de Franco. Hasta entonces nunca se había utilizado en el Estado el sistema de cables atirantados, y su tablero metálico constituyó otra gran novedad. Su notable altura, 23 metros, fue concebida para permitir el paso a todo tipo de embarcaciones en tiempos en los que aún algunos barcos remontaban la ría del Nervión hasta el Casco Viejo. La ventaja era que para ello no hacía falta cortar el tráfico rodado como sí ocurría en los levadizos puentes del Ayuntamiento y de Deusto, lo que entonces estaba generando un grave problema de tráfico en un Bilbao con cada vez más coches.

Nadie lo nombró como debía desde su nacimiento. Fue bautizado como Puente de Los Príncipes pero no cayó en gracia ese aristocrático apelativo entre el pueblo y pronto fue forjándose la leyenda que, bien mirada, tampoco se apoya en los pilares de la verdad. Cuenta la épica que el nombre de puente de La Salve -su nombre oficial desde 2016-, se popularizó cuando los marineros que navegaban hacia al puerto de Bilbao veían la basílica de Begoña por primera vez desde el enclave donde se situaba el puente y arrancaban a cantarle la Salve a la Amatxu, bien a modo de gratitud o bien para pedirle buena ventura. La historia es tan hermosa como poco veraz, habida cuenta que la zona ya era conocida como la Salve con anterioridad. De hecho, las crónicas relatan que la plaza de la Salve era aquella donde las mujeres del siglo XIX que iban de Deusto a Bilbao a vender el género, se detenían a rezar a la Virgen de Begoña por los marineros. Hoy en día allí, a la orilla derecha de la Ría, fija su base junto al conocido lugar de La Salve. Para facilitar el acceso peatonal a la plataforma hay ascensores que salvan los 25 metros que la separan del agua. Frente a ellos el mural, de cerca de 1000 metros cuadrados, Giltza Bat reivindica la práctica y uso del diálogo en las relaciones humanas. Una reflexión sobre la memoria y la convivencia. Y es también en ese punto próximo donde erigió el monumento al Consulado del Mar por Agustín de la Herrán precisamente para recordar a los marineros. Hablamos del mismo escultor que esculpió la virgen de los jardines de Albia, sin ir más lejos.

Como si la Ría, a esa altura, estuviese enmarcada entre paréntesis, en los muelles de su margen izquierda se levanta el museo Guggenheim, inaugurado en octubre de 1997. Con la intención de integrarlo en un espacio dominado hasta entonces por el puente, el arquitecto canadiense Frank Gehry buscó enclavar el museo en la historia y cultura de Bilbao, idea que provocó que el puente fuese absorbido por el espíritu artístico y vanguardista del Guggenheim. De hecho, es posible acceder a ambos lados del puente desde el propio museo. Como es bien sabido, la inspiración del arquitecto llegó desde los miradores de Artxanda, atalaya desde la que Gehry apreció la fortaleza del puente. Frank Gehry diseñó a un lado el edificio principal, vanguardia arquitectónica del siglo XX, y, al otro, una torre de similar factura. El titanio envolvía la enorme pasarela y neutralizaba así su poderoso impacto o, si lo prefieren era una manera del arquitecto canadiense de respetar y honrar la antigua vida de Bilbao, abrazando al puente con bíceps de titanio. Una hermosa ilusión óptica que encajó en el naciente skyline de Bilbao a las mil maravillas. Un abrazo de amor junto a las aguas.

Antes de la llegada del Guggenheim, en 1988, se instalaron dos ascensores en el Campo Volantín que dan acceso al puente y que son gratuitos desde 2008. Con todo, el nuevo espíritu moderno de La Salve se acabó de forjar en 2007 con la inauguración, promovida por el décimo aniversario del Guggenheim, de la obra L’arc rouge (Arco rojo), del artista francés Daniel Buren, instalada sobre la estructura de los pilares del puente. Su forma imponente se recorta contra el lienzo gris del cielo de Bilbao y, por la noche, el pórtico se enciende en juegos de luces.

Esta obra, sin embargo, no ha estado exenta de polémica. Pese a que su presencia ya se ha normalizado en el paisaje de Bilbao, en la última década notables arquitectos e ingenieros han criticado que los arcos rojos arrebatan protagonismo al museo, bloqueando algunas de sus perspectivas y desentonando con su elegante arquitectura deconstructivista. El contrapunto de color que tanto llama la atención no genera unanimidad en el gusto y corrobora la sensación de que el puente se ha mimetizado con el museo y el primero, envidioso, ha buscado una seña de distinción.

La vida del puente de La Salve también tiene una manera distinta de contemplarse, basada en los saltos. Recordemos, por ejemplo, cuál fue su salto al estrellato, al star system de Hollywood. El rodaje de El mundo nunca es suficiente (Michael Apted, 1999) supuso todo un acontecimiento en Bilbao. El mismísimo Bond, James Bond, se paseó por la calle Iparraguirre y cogió en su huida el puente de la Salve con un maletín repleto de dinero e información. Medio mundo contempló aquella vía de escape.

¿Saltos, dije? El Bilbao más clásico recuerda, entre lamentaciones, cómo el puente de La Salve también ha sido un punto negro de la ciudad en la ruta de los suicidios, habida cuenta de que supuso un punto de atracción fatal para quienes deseaban quitarse la vida, hasta el punto que la ciudad buscó barreras arquitectónicas que procuraban eliminar las tentaciones. Como contrapunto a esta página de novela negra hay que recordar las finales de los Red Bull Cliff Diving, donde la aparición de los clavadistas que se convertían en dardos humanos sobre las aguas dejó al gentío boquiabierto. El dan- tzari Alberto Dueñas, que se marcó un aurresku sobre la plataforma voladiza, acabó convirtiéndose en un héroe que baila.