ON colosales. Desproporcionados. Con sus brazos largos, sus piernas sin fin y esas cabecitas pequeñas y tirando a apepinadas. A menudo pienso que pueden ser el resultado de una invasión extraterrestre. Me asustan casi todos los días. Luego se me pasa. Procuro no mostrar el miedo.

Veo en la tele programas que hablan de platillos volantes y seres que vinieron a la Tierra desde las estrellas más lejanas del cielo. Me apasionan. Investigan los rastros de alienígenas que querían dominarnos y controlarlo todo. Fueron reyes y dioses de los antiguos. Dicen que permanecen aquí, entre nosotros, ocultos. Yo los veo a la luz del día. Están por todas partes. Disimulo. Hago como que no me doy cuenta,

A mí me gusta sentarme en lo alto de una duna de la playa. Veo cómo se pone el sol. El disco amarillo baja y se funde a lo lejos con el mar, que es una acuarela cambiante de azules y verdes. De repente, el sol se avergüenza de retirarse tan pronto y se vuelve naranja y después colorado. Termina en un púrpura único que consigue que me emocione. Me caen dos lágrimas de los ojos. Y entonces el horizonte se preña de mil colores que, por un instante, se reflejan sobre el agua que sube y baja. Las dunas, a lo lejos, parecen de arena estéril, como los desiertos de los libros. Y no. Cuanto te tumbas sobre ellas, te das cuenta de que se mueven un poquito y que les cubre un bozo de hierba por el que corretean insectos de distintas clases. Unos saltan, otros se ocultan en agujeritos. Algunos son casi transparentes, otros, de tonos vivos como la mariquita.

Si algo me ha atemorizado a lo largo de la jornada, observo las olas. Siempre vienen. Nunca se van. Escuchando su murmullo, recupero la respiración. No resulta raro que hasta me duerma. Siguen llegando a la playa, incansables, generosas, con su saludo largo y ronco. Traen la espuma en la frente y no se sabe cuántos secretos en su vientre. Una raíz. Algas. Conchas. Camarones. Un tapón de plástico azul. Un paquete vacío de tabaco, descolorido y retorcido como un pulmón. Una carta borrada. Las olas lo dejan todo ahí, en su frontera con la tierra. Como si fueran regalos, O recuerdos de un pasado sumergido. Las olas me tranquilizan. Guardo en casa, en el armario negro, un cajón con cada uno de los regalos que me han entregado las olas, sobre todo piedras muy gastadas, casi transparentes, verdes, rojas y grises.

Yo los veo. Disimulo, pero los veo. Ellos nunca se detienen en las dunas. Siempre van a alguna parte. Caminan rápido. O corren. Corren. Sin parar. ¿Qué pretenden? ¿A dónde van todos esos que corren? ¿Qué sucede? Es raro que se tomen un minuto para escuchar la nana de las olas o para asombrarse con la exhibición de colores del sol. Esa es otra de las razones por las que sospecho de ellos. ¿Acaso no les conmueve la belleza?

La intuición me dice que a lo largo de siglos y siglos han construido un mundo de ángulos rectos y cuadrantes. Se consideran todopoderosos porque han desarrollado herramientas casi mágicas que son capaces de medir y deshacer la materia. Ingenuos. Están convencidos de que así pueden manipular lo inanimado a su voluntad. No se dan cuenta de que es justo al revés: ese es el modo que utiliza lo inanimado para poseerlos. Ignorantes. Devotos de los números, los grados, los segundos y todo lo que despedaza el espacio y el tiempo. Idiotas.

Yo amo. Amo el calor en mi piel. Amo hasta el frío del invierno en mis orejas. La lentitud pasmosa de los copos de nieve que se balancean como diciendo al suelo: ahora te besaré, pero no tengas prisa. Adoro el olor a musgo y arcilla mojada del otoño. Adoro la rebeldía y el picor extraño de la primavera. Amo la irregularidad de las frutas en las ramas: la cereza gemela, la pera con bultos, la manzana con orificios de gusano. Amo el caminar lateral de los perros, que siguen imaginarios senderos curvos por llano y recto que sea el camino.

Entiendo a los gatos, que desconfían de todos menos de mí. Los gatos nacen con el poder de distinguir a los abducidos y no permiten que les toquen ni se frotan entre sus piernas. Saltan hacia atrás con el lomo arqueado y el pelo erizado. En cambio, los perros son tan inocentes que se dejan engañar; no es raro que ellos mismos se convenzan de que el universo es un lugar en el que las medidas y los límites son naturales desde el primer momento en que alumbró el sol.

En cambio, lo natural es amar. Lo extraño, clasificar. Así lo veo yo. Ellos establecieron un sistema rígido, sólido, inalterable, de agrupar los objetos y los seres en función de parecidos y diferencias. Jamás lo comprendí. Nunca he conseguido apreciar los matices que distancian a un esquimal de un bantú. Cuando, de niño, jugaba a los naipes de las razas, jamás gané. Noté que los otros se reían de mi.

Las piedras gastadas que guardo en el cajón del armario son todas iguales. Yo sé que unas, las rojas, son trozos de ladrillo pulidos por la arena y las olas; las verdes, vidrio de botella que el tiempo y el mar han lamido hasta darles el aspecto de gominolas; el resto puede tratarse de simples piedras, con sus vetas blancas y grises. ¿Ladrillo, vidrio y piedra son elementos distintos? Para mí significan lo mismo. Regalos de las olas. ¿Por qué habría de habilitar cajitas diferentes?

Líneas, números y letreros compartimentan las calles, los edificios, cada casa. Hasta la naturaleza. Ordenar. Les parece positivo. Les tranquiliza. Están convencidos de que esa es la vía para conjurar la incertidumbre, contener lo invisible y prevenirse de lo que aún no ha sucedido. Ordenar viene de orden. Alguien ordena. Da la orden. Es lo propio de los gigantes.

Carecen de corazón. No son capaces de apreciar la belleza de un lazo rojo atado en el tronco de uno de los árboles de la avenida. Pueden pisar, a posta, la seta que ha surgido durante la noche en el jardín. Arrancarán el arbolito que brota en la azotea. Se vuelven locos para impedir que las palomas y los vencejos aniden en los aleros. Cuando una joven reina enjambra en el zaguán, acuden con humo para echar a las abejas. Arrasan las toperas del prado.

Jamás han comprendido nada. Incapaces de detenerse a escuchar cómo respira el mar o a observar el beso de la nieve. Insensibles a la caravana de hormigas que se dirige, precavida, hacia el terrón de azúcar. No cuentan con el don de disfrutar de lo curvo, lo voluble, lo imposible de encerrar en un molde cúbico. El tiempo les duele. Lo perciben como un descuento en lugar de gozarlo como lo que es: una suma infinita.

Susurran a mis espaldas. Me clasifican como débil. Enfermo. Síndrome.

Los tres cromosomas en el par 21. Hago como que no me entero. Soy consciente. Y tengo claro que, aunque no se den cuenta, los verdaderos enfermos son ellos. Dos cromosomas en el par 21, pero incapaces de entregarse en un abrazo sin doblez. Gigantes todopoderosos que no pueden comprender la plenitud de la vida.

Gigantes idiotas.