Los vascos lo empezaron”. Esta frase fue pronunciada por el presidente estadounidense, Thomas Jefferson, en 1788, en alusión a que algunos siglos atrás fueron estos pescadores los que descubrieron al mundo conocido de entonces la técnica de la caza industrial de las ballenas. Pueblos como los inuits (mal llamados esquimales) ya lo hacían antes, pero fueron los balleneros vizcainos y guipuzcoanos, y también los de la costa labortana, quienes introdujeron la captura ballenera a nivel comercial y convirtieron esta práctica en la primera actividad industrial de América del Norte.Viajemos en el tiempo para conocer los manantiales de los que brota esta historia. El primer dato sobre la pesca de ballenas por los pescadores vascos data del año 670. Un cargamento de diez toneladas de aceite de ballena o sain fue enviado al Monasterio de Jumieges a orillas del Sena. Y fue aproximadamente mil años más tarde, en el año 1670 cuando la especie de esta ballena, ballena franca o negra (Eubalaena glacialis) fue considerada extinta comercialmente. La mayor actividad de los balleneros vascos está registrada los siglos XIV y XV y a raíz de que las flotas holandesas, británicas y alemanas comenzaron con esta actividad comenzó a desaparecer esta especie del Golfo de Bizkaia.

Esta pesca intensiva de la ballena franca se realizó en un principio en las costas del mar Cantábrico. Cuenta la historia que los vascos perfeccionaron sus sistemas de pesca hasta lograr llegar primero al mar del Norte y progresivamente a Islandia, para cruzar más tarde, en persecución del animal, hasta las costas de Labrador y Terranova en (Canadá). Además de ballenas, aquellos hombres también buscaban comerciar con pieles y, sobre todo, pescar bacalao. Todo este comercio y relación con los pobladores locales tuvo como consecuencia la aparición de sendas lenguas criollas o pidgin: el vasco-islandés en Islandia y el algonquino-vasco en Terranova y Labrador.

La pesca se realizaba en las costas del Cantábrico, para lo cual se disponía de atalayas en las que un vigía observaba el paso de las ballenas. En el momento adecuado daba un aviso al puerto de tal forma que los arrantzales se subían a sus txalupas, tras lo cual se iniciaba una frenética carrera por arponear primero a la ballena, ya que el primero obtenía ciertos privilegios en la venta del animal, derivándose de ello disputas entre los distintos pueblos costeros.

La temporada de pesca tenía lugar tras la vuelta de sus cuarteles de alimentación en el mar del Norte en otoño, entre octubre y mayo. Sobre todo estaban presentes desde noviembre a marzo, que eran los meses que duraban los contratos de las compañías para la pesca de ballenas. En las tres primeras décadas del siglo XVII, se pagaron al monasterio de Santa María de Caión (A Coruña) los diezmos correspondientes a las ballenas capturadas y su distribución temporal muestra una presencia constante y no un simple tránsito de ejemplares a otras latitudes. Las ballenas entraban en los meses de octubre a noviembre hacia los puntos más interiores del Golfo de Bizkaia, más tarde entre diciembre y enero se desplazaban hacia alta mar y hacia el oeste, hasta llegar a las costas de Galicia en los meses de abril a mayo. En un principio, los balleneros vascos esperaban a que apareciesen ante sus puertos, pero posteriormente y ante la progresiva escasez de ballenas fueron persiguiéndolas por toda la costa cantábrica mediante una navegación de cabotaje, perfeccionando así sus técnicas, como antes está dicho.

En el muelle Artza de Bermeo flota, desde 2005, el Aita Guria, un barco ballenero construido a imagen y semejanza de aquellos barcos balleneros usados a partir del siglo XVII para la caza de la ballena, algo muy usual en el norte. Estos animales proveían de grandes cantidades de carne, grasa y aceite que se usaba en casi todo lo relacionado con la vida diaria.

Bermeo y la pesca de ballena

La importancia que ha tenido la pesca de la ballena en la vida de Bermeo y en su economía se manifiesta de manera evidente en su escudo de armas. No en vano, en él aparecen los lobos, la cabeza barbada, la ballenera con la ballena y la leyenda que recogen de forma emblemática importantes efemérides y circunstancias del pasado de la villa.

La ballena proporcionaba riqueza al municipio pero no ha de olvidarse que su caza era una actividad peligrosa, tanto por el riesgo que suponía su captura, que exigía enfrentarse al cetáceo en pequeños botes, como por la dificultad que suponía atravesar el Atlántico para llegar a Terranova y pasar en aquella tierra largas temporadas.

Durante los siglos XIV y XV la ballena se pescaba muy cerca, en la costa, y los vigías de tierra alertaban de su presencia a los pescadores. En esta época el número de cetáceos que visitaban la costa era numeroso. A finales del siglo XVI, y durante los siglos XVII y XVIII, los pescadores balleneros comienzan a desplazarse a Asturias, Galicia, y a la lejana Terranova de donde serían expulsados hacia Groenlandia. Estas expediciones suponen un cambio en las embarcaciones, siendo las que van a ultramar naos y galeones con tripulaciones de alrededor de 60 personas, y con posibilidad de llevar a cabo el despiece y aprovechamiento de la ballena en el propio barco.

De la ballena se aprovechaba todo: carne, lengua, huesos, vértebras, barbas, y, por supuesto, el aceite y la captura de un animal así alimentaba a muchas familias.

De todo ello tendrán noticia a bordo del Aita Guria habida cuenta que se trata del Centro de Interpretación de la Pesca de la Ballena que tiene como objetivo principal dar a conocer la actividad de los balleneros vascos en tiempos pasados. El barco, anclado junto a la oficina de turismo, se construyó tomando como base unos planos realizados en el siglo XVII por balleneros vascos. En su interior, los visitantes podrán descubrir, in situ, los recorridos que hacían dichas embarcaciones, qué enfermedades contraían los marineros y lo que comían, entre otras cosas. Ofrece el centro un viaje a los trepidantes tiempos del ayer, cuando los hombres se jugaban la vida para ganársela en los mares. Cuánto no habrán sufrido, cuántos no habrán muertos. Es el precio que hubieron de pagar por la supervivencia y para convertirse en lo que fueron: leyenda.