Huele a desinfectante. Es una suerte. De otra manera lo dominaría todo un aroma bastardo resultado de la evaporación de mil colonias de las que regatean los vendedores ambulantes. Es como si un perfumista carente de olfato mezclara en su alambique las esencias más dulzonas y dejara que se quemaran sobre su hornillo. Como si, repentinamente, alguien hubiera abierto un arcón lleno de flores de buganvilla cortadas hace demasiado tiempo. Un enólogo experimentado descubriría también notas de sudor rancio, grasa de automoción, poliéster pasado de puestas, gasolina, embutido envasado al vacío y, por supuesto, esperanzas muertas.

La gruesa moqueta de color misterioso que todo lo cubre silencia los pasos. Amortigua el caminar. Proporciona la falsa sensación de que en ese lugar se puede burlar la ley de la gravedad de lo mullida que resulta. Cualquiera podría pensar que no hará daño caer ahí. Mucha gente lo ha comprobado: sí que duele. Y, si alguien permanece sobre ella demasiado tiempo, comienza a sentirse devorado. Esa moqueta engulle. Come carne. Lenta e imperceptiblemente digiere cuerpos y almas.

Hace calor. El invierno ha quedado fuera; prefiere no entrar. Aquí siempre es verano. Un verano de focos ámbar y rojo. Las luces cambian de color y giran continuamente como soles enfebrecidos. Se reflejan impúdicos en las esferas cubiertas de espejuelos, en los remates de latón de las mesitas y las patas de acero de los taburetes. No hay espejos más allá del que permite al propietario dominar la sala cuando está de espaldas a la barra que él mismo atiende con una sonrisa de dientes de oro y la mano derecha en un bate de aluminio mate. Siempre ha confiado en el aluminio más que en las personas.

La música es la misma que a última hora en las fiestas de cualquier pueblo. La lista de los éxitos de los últimos diez años. Pero suena diferente. Lo que en la romería es alegría, aquí no pasa de melancolía. Las melodías se deshacen al chocar contras los tabiques hasta transformarse en ceniza de corcheas, y los versos cambian de sentido inexorablemente. Las borracheras entre estas paredes siempre resultan tristes. Si alguien ríe, es locura.

Las chicas bailan su tortura sobre los tacones más baratos que han podido encontrar. En realidad no se trata de una danza. Es el esfuerzo por permanecer en pie cuando tu columna vertebral es poco más que gelatina.

Un bamboleo espasmódico que recuerda a los flanes a los que se mueve el plato. Sobre sus hombros desnudos, que debieran ir ligeros, pesan las distancias, las promesas y los desengaños. Todo sin masa, pero fatigoso, lo mismo que una carga de lodo fresco.

Siempre surgen escaleras tras un cortinón colorado. Se retuercen ascendiendo por peldaños mellados tal que si representaran el espítiru solidificado del negocio. La música debiera escucharse a menor volumen pero solo pierde los agudos, los bajos se quedan a toda potencia para que su eco resuene en el pecho y no permita pensar.

Los ambientadores de activación fotoeléctrica escupen a discrección aquí y allá. El pasillo, largo y ciego, vibra. En un vértice, junto al plafón lechoso que parpadea cansado, la araña teje su tela. Una pelusa oscura y continua descansa sobre el rodapie repintado mil veces. A la puerta, con su pomo de plástico, se quedaron secos los goterones de barniz.

Dentro, todo es desechable. El jergón destartalado por las embestidas ebrias. El colchón de espuma sintética. La sábana sanitaria. Las toallitas enjabonadas. Los pañuelos de papel. El cubo del todo a cien. La lencería que llegó de China en un contenedor de saldo al peso. Los preservativos. Lo único sólido, fiable, alemán, es un cronómetro con carcasa de acero y timbre insobornable.

El resto es un cuerpo con la fecha de caducidad marcada en una piel con necesidad de dormir. Unas pestañas postizas cargadas de rímel denso para no tener que ver. Unas medias que se deshilachan de miedo. Una sonrisa que es llanto seco. Las uñas, desechables, destacan en unas manos enrojecidas de fregar con agua fría.

La ilusión es desechada. La fantasía de futuro. La luz del medio día. Una conversación trivial sobre el precio del pan o el frío del viento del norte. El caminar despreocupado por una acera mientras suena una radio en la ventana abierta. El mar recostándose perezoso en la arena mojada de la playa, es desechado. Un bebé dormitando a la sombra de un paraguas de colores. La mirada del enamorado. Todo prescindible. Aplastado entre los muros de un vertedero de deseo. Incinerado por el ardor de otros.

Y tú te crees poderoso, eterno, fundamental. El fuego. El metal. El hombre. Importante. Pero el más desechable eres tú. Sonará el cronómetro y ella te olvidará dentro de un minuto con suerte para ti. Quizá dentro de un segundo. Jamás querrá recordarte. Se enganchará a la memoria de un lugar lejano y al abrazo de su madre.

No guardará nada de tu aliento, de tu rostro, de esas piernas de las que te sientes tan orgulloso. Nada de tus palabras de señor don que domina negocios que a nadie le importan y conduce un cochazo de ocasión. Ella ni siquiera conservará el color de tu tarjeta de crédito.

Porque, aunque no quieras darte cuenta, eres desechable. Como lo soy yo. Como esta página de periódico.

Te hueles al salir. Sí, eres tú.