En el último tercio del siglo XIX, Florencio Constantino (1868, Ortuella) tenía un futuro incierto. Tanto, que con 20 años emigró a Argentina. Era hombre tenaz, poco instruido, minero de niño, mecánico de ferrocarriles más tarde, trillador durante un tiempo y obsesionado en el arte de su voz sobre todo, y alcanzó su propia meta: saltar a los escenarios del mundo como un tenor de renombre internacional.Viajemos a sus primeros días de ultramar. Decidió desertar de la armada española para buscar otros horizontes. En poco tiempo alcanzó su primer destino: un campo de Bragado a su disposición para sembrar maíz. El escritor y periodista Francisco Grandmontagne, su amigo casi hasta el final; el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Aneiros, el maestro italiano Paolantonio y el violinista José María Palazuelos, vieron sus dotes.

El empresario tabaquero Manuel Méndez de Andés le tomó bajo su protección, pagándole una ampliación de estudios de canto en Italia. Comenzó una exitosa carrera por los teatros de Italia. Las viejas crónicas consignan su paso por Bilbao en 1900.

Su gran rival en aquella época fue el italiano Enrico Caruso, considerado por muchos el mejor tenor de la historia. Seguro, Constatino llegó a desafiar a Caruso en un duelo de voces que, para su orgullo, jamás tuvo respuesta y dio por ganado. Con su fortuna levantó un teatro, cuya sala de butacas imitaba a la Scala de Milán. En 1915 aparece por última vez en Los Angeles. Alguna vez le transmitió a un viejo amigo, Miguel de Unamuno, su intención de dejar los escenarios pero la fama y los aplausos pesaron más. Mientras interpretaba El Barbero de Sevilla, Constatino movió con tan mala suerte la espada que malhirió a un compañeros. El hecho terminó en un juicio por 50.000 dólares. Una serie de contratiempos amorosos y judiciales enturbiaron su vida. A tal punto que, ya sin dinero, terminó en la cárcel. De vuelta en México, la voz de Constantino se quebró ante un público ansioso por verlo recuperado. Con lágrimas en los ojos, el tenor se disculpó y emprendió la retirada. A su pesar.

“¡Qué voy a perder la voz! ¿No me oyen?”, se enojaba en su casa mientras intentaba recuperarse. “Que no me interrumpan, voy a ensayar”, decía en el frenopático Lavista, en México, adonde fue trasladado tras sus accesos de locura. “All right!... All right!... Very well!...”, gritaba entre los pasillos, vestido con un gabán de tiempos mejores. Murió el 16 de noviembre de 1919, solo, triste y un poco olvidado.