NADIE se percató de que los niños estaban allí hasta que un yate pasó a contracorriente junto los acantilados de Eddar Rass. Una de las pasajeras, instagramer con millones de seguidores, se sacó un provocativo y sonriente selfi desde la cubierta. A pesar de lo escueto del bikini hubo quien distinguió cientos de inconfundibles siluetas en lo alto de los roquedales de Eddar Rass, tras la turbadora figura de la protagonista.

De repente, el Golfo de Túnez colonizó la actualidad. Eran niñas y niños. Negros, blancos, árabes, bereberes. Entre los seis y los diez o doce años. Ataviados de mil maneras diferentes. Polvorientos. Flacos. Con los ojos enormes y redondos. La saliva seca en la comisura de los labios.

Pasaban el día en el campamento improvisado con ramas, cartón, plástico, bidones y palés. Aquella aldea desnutrida crecía semana a semana. Se alimentaban con algarrobas, higos chumbos, leche en polvo y peces descuidados. Todos miraban el mar en silencio. Y adivinaban Sicilia unas millas más allá. El amanecer siempre los sorprendía en pie, contando las olas que se volvían espuma al pie del acantilado.

No hablaban, ni cantaban, ni reclamaban nada. Otras veces se habían visto grupos similares mostrando tableros con mensajes pintados en ellos. Pero estos solo contemplaban el reflejo del sol sobre las aguas azules del Mediterráneo. Nada más.

Llegaban caminando despacio. Por la desolada carretera sin nombre que pasaba por Al Haouaria. O siguiendo los senderos que partían desde Al Huwariyah. Ocasionalmente se agrupaban en las afueras de las ciudades llamadas Nabeul o Kélibia. Otros pululaban, como fantasmas del presente en un paisaje del pasado, por las ruinas del emplazamiento cartaginés de Kerkouane. Mendigaban. Trampeaban pájaros. Saltaban las tapias de los sedientos huertos. Se fueron convirtiendo en langostas humanas con rostro infantil.

Ninguna autoridad, ningún organismo internacional, fue capaz de desentrañar las rutas que desembocaban en los farallones de Eddar Rass, en la punta nororiental de Cabo Bon. Se especulaba con que se formaban clanes improvisados en los eriales de Argelia para dirigirse al norte, hacía Túnez. Y que cruzaban a Argelia desde Libia por Tassili N’Ajjer, de Mali por Boghassa y de Níger por Assamakka. Los guardias fronterizos jamás transmitieron nuevas de bandas de niños deambulando por las lindes de los países citados.

El Sahara no perdona en esa zona. Se hablaba de caravanas de furgones destartalados; incluso de camiones de transporte de ganado que cargaban polizones a sabiendas, o ignorándolo. Activaron todas las alertas en los pasos. Lentos aviones de reconocimiento y ruidosos helicópteros peinaron las dunas en busca de rastros. Ni siquiera encontraron la forma más frecuente del humano en esa parte de África: cadáveres. Imposible que cientos de personas transitaran sin apoyo en tales condiciones sin padecer percances.

Mientras, la comunidad internacional debatía sobre si lo más conveniente era intervenir directamente o presionar al gobierno de Túnez, presidido por el anciano Nabil Bahabi, para que tomara cartas en el asunto, decenas de miles de pequeños acampaban ya en la punta de Cabo Bon. Eddar Rass se había transformado en un tranquilo hormiguero. O una de esas islas en las que anidan innumerables aves marinas de la misma especie.

La ONU convocó una asamblea extraordinaria para tratar lo que empezaba a dejar de ser una molestia para convertirse en un problema. Niños paseando por el Sahara escapando a todo tipo de controles. Niños sin jerarquías acampando en Eddar Rass. ¿Qué significaba aquello? ¿Cuál era el objetivo? ¿Qué mafias se lucraban con ese tráfico? Al final de la sesión, la representante de China y el de Estados Unidos se enzarzaron en un agrio debate sobre los minerales estratégicos, las tierras raras y la telefonía móvil. La asamblea concluyó sin una agenda de acciones fijada en el horizonte. A nadie le extrañó.

Comité de expertos El gabinete de Nabil Bahabi envió un comité de expertos a estudiar la situación en Cabo Bon. Regresaron a la capital como habían partido. Los niños, aparentemente sanos, rehusaban responder a las cuestiones de los comisionados. La especialista médica solicitó una toma de medidas urgente, el hacinamiento y la ausencia de sanitarios anunciaban la inminente declaración de epidemias infecciosas entre los pequeños.

Un viento suave del sur acompañó al sol en el amanecer del 13 de octubre. Los satélites captaron cómo una niña de unos nueves años, con el cabello recogido en una gruesa trenza muy negra, caminó con decisión hasta el borde del acantilado de Eddar Rass. Y no se detuvo. Cayó como una piedra. Se hundió entre la espuma. Sus compañeros fueron siguiéndola, sin prisa, sin parar. Una lluvia de niñas y niños removió el mar.

Los cadáveres salpicaron las costas del Mediterráneo durante meses. Nabil Bahabi mandó arrasar el campamento vacío. Los bulldozers aplanaron todo hasta que no restó memoria. Levantó una gran valla a la entrada de Cabo Bon. Las patrullas militares plagaron de controles la carretera sin nombre que pasaba por Al Haouaria, los senderos de Al Huwariyah y las afueras de Nabeul y Kélibia.

Para cuando la ONU convocó la segunda asamblea extraordinaria, un nuevo campamento apareció sobre los roquedales de Cabo Tarf, al noreste de Sidi Ali El Mekki. Miles de niñas y niños observaban, cada amanecer, el mar que les separaba de Sicilia.