El vino especiado humeaba desde el fondo de la policromada cratera cuya superficie adornaba la silueta negra de Hércules estrangulando al león de Nemea. En la colina refulgía el brillo de las lámparas de aceite que salpicaban Roma.

Julio César, Calpurnia y Marco Antonio conversaban después de una cena copiosa culminada con lenguas de alondra. El relente de marzo jamás penetraba en el interior del palacio Julio. Lo mismo que los sofocos del verano. El agua corría por las fuentes y el vapor calentaba la terma.

-Debo cruzar un segundo Rubicón. El definitivo. Y preciso vuestra ayuda.

Así anunció su plan el divino calvo. Siempre resultaba breve y directo. Necesitaba que la tropa lo entendiera. Los años al mando le habían habituado a prescindir de los circunloquios y las florituras verbales que triunfaban en el foro. Sus éxitos en las batallas de Tapso o Farsalia no se debían a la oratoria, sino a su capacidad de análisis y a la concisión a la hora de transmitir las órdenes exactas.

El general, viejo a sus 56 años, estaba cansado. Simulaba preparar la futura campaña contra los partos de oriente, pero no quería cabalgar cientos de millas de nuevo. La pasión de la joven Cleopatra había devorado las energías que restaban en él tras años de marchas, contramarchas escaramuzas, asedios y cargas. No atesoraba vigor para más inviernos en la frontera de helada Germania, ni para primaveras en la lluviosa Galia, mucho menos para veranos en la tórrida Mauritania Tingitana. Era el momento para la batalla definitiva. César siempre había sabido elegir el día y el lugar. Y lo hizo una vez más.

-Esta vez ganaré a Alejandro. Su memoria ha sido mi enemiga durante todos estos años. Pero mañana lo derrotaré definitivamente. Toda mi vida he ido preparando el enfrentamiento decisivo. Y ya está llena el ánfora de la gloria. Solo falta sellarla para que dure por toda la eternidad. Vosotros verteréis el lacre fundido.

Calpurnia y Marco Aurelio se miraron sin comprender las palabras de Julio César. Le brillaban los ojos con un fondo de fiebre. A simple vista se percibía que le latían las sienes. Agitaba las manos como si ante si tuvieran formadas sus legiones en Triple Eje. Y para él era así.

-El Senado me ha nombrado dictador vitalicio. Quieren que me diseque sentado en un trono de cuchillas. Que termine como un orate, dando a probar hasta la fruta del árbol a los catadores para comprobar que no la hayan envenenado. Que me consuma desentrañando intrigas y persiguiendo conspiraciones. Así les dará tiempo a carcomer mi legado y mi curso de honor. A pintarme como un tirano. Así perderé la batalla contra Alejandro, el gran rey y estratega de los Macedonios. El más grande general junto a Aníbal y yo mismo. Pero les sorprenderé. Otra vez. Como cuando atravesé el Rubicón.

El conquistador de la Galia pidió, con un gesto, que le llenaran la copa. Les explicó que Alejandro holló las tierras de más allá de los persas, algo que César ni soñó. Pero murió como un mercader enriquecido por la venta de esclavos : abotargado tras un orgía en la que quizá le administraron leche de loto; o ahogado en su propio vómito víctima de los excesos. Alejandro no supo presentarse a esa guerra, la última, la definitiva.

-Yo he trazado el plan de batalla. El imbécil de Bruto ha embestido todos los señuelos que le he mostrado y ha tragado sin reparo cada anzuelo que he dispuesto en su camino. Lo mismo que el envidioso Casio. Ya han tramado mi asesinato. Me apuñalarán mañana. Antes de la celebración de los Idus de Marzo. Yo me detendré a atenderles junto a la escultura de Pompeyo, para subrayar el momento. Y permaneceré de pie todo lo que pueda, así caerán sobre mi cuerpo más puñaladas antes de que clame una frase que permanecerá grabada en el plomo de los anales. Acudiré solo. Sin guardia.

Calpurnia protestó. Marco Aurelio lanzó una maldición y juró que acompañaría a César.

-Vuestra misión es otra. Mi buena Calpurnia: inventa algo para cuando acudan a traerte la mala nueva. Una premonición, por ejemplo. Marco, empieza a escribir el discurso que pronunciarás ante el pueblo en pie junto a la pira en la que arderá mi cadáver. Prepara las legiones para arrancar de la faz de la tierra a todos nuestros enemigos. Después, gobernarás con Octavio Augusto. Él ya está advertido y espera tus noticias. No quiere lamentos ni llantos. Solo más vino. Alejandro no podrá hacerme sombra.

Para cuando los heraldos del luto llamaron a la puerta de Calpurnia esta se mostró con la cara y el cabello cubiertos de ceniza. Gritó que los manes del hogar se le habían aparecido en sueños para advertirle del asesinato de su glorioso marido y que César no le quiso hacer caso.

Al día siguiente, Marco Aurelio habló como nunca antes lo había hecho y jamás volvería a hacer. Con las manos manchadas de la sangre del gran general, tocó cada una de las fibras del pueblo, lloró, se arrodilló y mesó sus cabellos ante el cuerpo inmóvil. Él mismo se hirió con una daga y pidió perdón por no haber estado junto a su general para recibir las puñaladas de los traidores.

Marcó Aurelio glosó la obra del genio político y militar. Más grande que Alejandro. El Senado tembló. Y Julio César ganó también esa batalla con una maniobra definitiva e inesperada. Como en Alesia.

Los artesanos ya tallaban sus bustos y esculturas, sedentes o toracatas, representado con los atributos de un dios. La victoria era total.