Los días previos a la festividad de Todos los Santos suele haber un tráfico desusado en el tranvía número 71 de Viena. Me di cuenta al preguntar por su punto de partida, en el centro de la ciudad, cerca de Karlplatz. "Póngase a la cola de las flores", me dijeron con cierta sorna. Luego caí en la cuenta de que prácticamente todos los que estábamos esperando al 71 íbamos al mismo lugar y muchos lo hacían con ramos de flores para las tumbas de los suyos. Los vieneses, muy socarrones ellos, dicen de este tranvía que, además de ser es el más ornamental de todos, tiene un recorrido con mal final.
El Zentralfriedhof es el tercer cementerio de Europa en cuanto a dimensiones, cerca de tres kilómetros cuadrados de superficie donde reposan los restos de unos tres millones y medio de personas. Es como una ciudad dentro de otra, con la diferencia de que en la exterior hay vida y en la interior no. Ampliado en numerosas ocasiones, ha tenido -si me permiten la expresión- una azarosa vida desde que lo inauguró el emperador Francisco José dentro de su plan de modernización de Viena.
La capital austríaca se había expandido de una forma extraordinaria, hasta el punto de que fue preciso derribar las murallas que rodeaban lo que hoy es la parte más antigua para crear la gran Viena anexionando a los pequeños pueblos que habían surgido en la zona exterior. Como cada uno de estos tenía su cementerio particular, se pensó en hacer uno gigante en la parte más extrema que acogiera todas las tumbas que quedaban dentro del recinto de la nueva ciudad, principalmente por razones higiénicas.
Se eligió una amplísima zona del sur para crear el nuevo y definitivo camposanto, abierto a todas las religiones. Aquella lejanía se ha ido acortando con el tiempo, de forma que hoy figura ya en la Simmeringer Haupstrasse del callejero urbano. La inauguración tuvo lugar en 1874, cuando Viena celebraba el éxito de la célebre opereta El murciélago, de Strauss.
De Curd Jürgens se dijo siempre que era el peor actor mejor pagado. Debutó a los 20 años y se fue colocando en el mundo del cine gracias a la galanura demostrada en su primer film, Vals real. Le sentaban bien los uniformes, preferentemente los de los oficiales alemanes. Con graduación, por supuesto. El papel de su vida le llegó en la versión que se hizo en 1956 de la conocida novela de Julio Verne 'Miguel Strogoff'. Su protagonismo absoluto le llevó a afrontar interpretaciones en las que dio el tipo tanto en cine como en teatro. Su monumento funerario consta de una placa de mármol verde sobre la que figura su nombre y dos máscaras escénicas.
El nombre de Werner Krauss está asociado a algunas de las películas más destacadas del expresionismo alemán de hace un siglo, sobre todo a dos clásicos, El gabinete del Dr. Caligari, donde incorporaba al personaje del título, y El estudiante de Praga. Cuando llegó el nazismo, Krauss se convirtió en uno de sus más leales seguidores, hasta el punto de que Goebels, ministro de Propaganda del Reich, apoyó su trabajo convirtiéndole en uno de los intérpretes más significados del régimen, con películas propagandísticas del corte de 'El judío Süss'. Cuando acabó aquella locura a Krauss le llovieron críticas a diestro y siniestro. La nueva sociedad terminó por perdonarle el desliz. Murió en 1959 y sus cenizas reposan bajo un monumento funerario que representa la tapa de un ataúd en mármol blanco sobre la que figuran los nombres de Werner y Liselotte Krauss.
A dos pasos encuentro la tumba de Rosa Albach-Retty, perteneciente a una importante saga de intérpretes que se prolongaría más tarde en su hijo Wolf y su nieta, la conocida Romy Schneider. Wolf, al que vimos en El cardenal, se distinguió no solo como actor de buen número de películas, sino también por su afinidad con el partido nazi, del que fue toda una figura, como su primera esposa, Trude Marlen, una de las grandes estrellas del cine de Goebels. De su segundo matrimonio con la también actriz Magda Schneider nació la eterna Sissí del cine.
Considerado como uno de sus intérpretes vieneses más queridos, Hörbiger despistó a los ocupantes alemanes cuando se produjo el Anschluss haciéndoles creer su afinidad al nazismo. En realidad, ayudó a varios judíos a huir a Suiza clandestinamente. Descubierto, fue condenado a muerte por traición. La sentencia no llegó a cumplirse dada la enorme popularidad que había conseguido no solo en el cine y el teatro, sino también cantando las tonadas que conocían todos los habituales clientes de las tabernas del barrio de Grinzing, una de las cuales, Der alter Sünder (El viejo pecador), es poco menos que su himno oficial.
Íntimo amigo de Hörbiger fue Hans Moser, también actor y compañero de correrías por la zona de vinos. En la actualidad se siguen reeditando discos de ambos interpretando a dúo el tipo de canciones para entonar con un vaso en la mano. Moser hizo un éxito de 'I kann mein Schlüsselloch nicht finde' (No encuentro la cerradura de la puerta) e intervino en unas ciento cincuenta comedias representando al típico vienés bromista, entre ellas títulos que en Austria son emblemáticos, como' El baile de la ópera', 'Rosas del Tirol', 'El archiduque y la costurera' y su gran creación, 'El murciélago'. La fama alcanzada le salvó de problemas con la Gestapo porque su esposa era judía.
En el centro geográfico se encuentra la iglesia católica de San Carlos Borromeo, levantada según planos de Max Hegele, uno de los artífices del secesionismo y autor asimismo de la monumental entrada al recinto. El templo tiene una gran cúpula modernista que fue bombardeada y destruida por la aviación aliada durante la II Guerra Mundial. El conflicto bélico no respetó el camposanto, librándose allí numerosos combates entre las tropas nazis y las rusas. Muchas lápidas sirvieron de escudo y algunas guardan el recuerdo.
Cuando en 1888 se empezaron a trasladar los restos de los otros cementerios que habían quedado en el interior de la ciudad se tuvo el criterio de crear zonas donde depositarlos por profesiones, de forma que en torno a la iglesia y en los bordes de los senderos encontramos a músicos, directores de orquestas, arquitectos, etc. Es lo que llaman las ehrengräber o tumbas y cenotafios de honor. Beethoven, Schubert, Brahms, los Strauss, Salieri, Stolz y Kalman se llevan la palma de la música. Sin embargo, hay muchos visitantes que en cuanto ven el paseo central hasta la iglesia no pueden por menos que evocar la secuencia final de 'El tercer hombre', cuando la novia de Harry Lime deja plantado al amigo que le ha delatado. Hay mucho cine en este cementerio y es lo que pretendo reflejar en estas líneas.
Posiblemente la figura más relevante sea el director Georg Wilhelm Pabst, que firmaba siempre con las iniciales de sus nombres y el apellido. Fue uno de los grandes creadores del cine universal. Le cabe el honor de haber lanzado al estrellato a la gran Greta Garbo con la película Bajo la máscara del placer en 1925, cuando la pantalla aún era silente. Sin sonido hizo también 'La caja de Pandora', en la que Louise Brooks incorporaba a una joven de vida licenciosa que escandalizó a toda una época. La ópera de tres peniques, de Brecht, es una obra maestra que popularizó en todo el mundo la canción Mackie Messer. Sin olvidar Carbón, 4 de infantería y su Don Quijote. En la tumba, junto a G. W., reposa su esposa Gertrud.
No podía ser de otra forma: las tumbas de Moser y Hörbiger están próximas en el cementerio. Siempre hay alguien que recuerda sus bromas y les deja unas flores en reconocimiento a una labor entrañable.
Dejamos atrás la tumba de Hedy Lamarr, la primera actriz que apareció desnuda en el cine y a la que todos tenemos idealizada como la inolvidable peluquera de 'Sansón y Dalila'. Cierran el cementerio y hay que apresurarse, porque por nada del mundo se debe perder el itinerario que se marcó Alida Valli en uno de los planos cinematográficos más impresionantes de la historia del cine. No me ha esperado Joseph Cotten ni he localizado a Orson Welles. Anton Karas hace tiempo que abandonó su cítara. Y es que de 'El tercer hombre' tan solo queda el escenario de su memorable última secuencia.
Lo último |