Un cielo introspectivo y pensativo cruzaba los Pirineos en una jornada exprés por los tejados del Tour: Aspin, Tourmalet y Cauterets. Las dudas las quiso despejar el Jumbo después de magullar la máscara feliz de Tadej Pogacar en la víspera. La careta sonriente de Anonymous, con el gesto apenado. La casa de Papel de Pogacar fue pasto de las llamas en el Marie Blanque, una ascensión fogosa, donde se incendió el Tour.

Los pirómanos de Jonas Vingegaard, el campeón que vino del frío aunque le entusiasma el calor, quería presenciar el coloso en llamas en Cauterets, el remate de otro día estupendo, con pinturas de guerra. ¡Danzad malditos!

La montaña en la que Miguel Indurain se propagó al mundo en 1989 con su primera victoria en el Tour antes de conformar un reino extraordinario, legendario, cinco coronas consecutivas de laurel en París entre 1991 y 1995 quería radiografiar el Tour, el alma de Vingegaard y Pogacar.

Jesús Loroño pisó la cumbre en 1953. Piedra bautismal. Pogacar es su último morador, el guardián de las esencias de los valientes, de los campeones que no ceden. La valía de los mejores se mide en la capacidad que tienen de regresar desde el sótano de la derrota. Lázaro. Levántate y anda.

Resurge el mejor Pogacar

El esloveno, a punto del K.O. un día antes, está de vuelta. Furioso, rabioso, se tiró con todo sobre Vingegaard, que se mostró poroso ante la estampida salvaje del esloveno en el final de Cauterets, donde todo parecía en contra del esloveno. Le cobró Pogacar, en su mejor versión, indomable, 24 segundos con un ataque a 2,7 kilómetros de la cumbre. El Tour se comprime entre el talento de dos ciclistas superlativos. Pogacar saludó la victoria haciendo una reverencia.

Se rehizo Pogacar, que comió medio minuto de la renta que disponía el danés, y padeció Vingegaard. Todo el mundo tiene un plan hasta que suena el primer disparo. El esloveno, que posee una arrancada de bólido, desnortó a Vingegaard, un punto despistado cuando Pogacar mostró la cresta en Cauterets, otra postal para la memoria de los grandes momentos del Tour.

La lucha entre el danés, nuevo líder, y Pogacar es un incunable. Un pulso majestuoso. Dos campeones despiadados que corren para la historia. Sin medias tintas. A todo o nada. En ese ecosistema se miden. Un espectáculo grandioso.

Vingegaard, dolido

Camino al cielo se cruzaron los astros. Vingegaard prendió de nuevo, choque de planetas. Esta vez Pogacar, la mirada abierta, las gafas posando sobre el casco, se resistió. Tocó el hombro de Vingegaard. Otra vez a solas. El contraataque de Pogacar, desatado, liberado, de rompe y rasga, cuarteó a Vingegaard, circunspecto y taciturno.

“Va a ser una gran batalla hasta el final”, dijo Pogacar. El Tour es un coto privado. Sólo ellos tienen opciones. El resto se alistó a la resistencia. Hindley se descuadró en el Tourmalet y junto con un gran Carlos Rodriguez cedieron 2:39 respecto a Pogacar.

Fueron los mejores del otro Tour. Mikel Landa debe olvidarse del podio. El escalador de Murgia se retorció en su terreno. Concedió 3:41. Pello Bilbao le acompañó en el sufrimiento. Toca reinventarse.

Una etapa extraordinaria

En el segundo episodio de los Pirineos, el sol lucía animoso, las nubes, cada vez más tímidas. En retirada ante el mito del Tourmalet, la cumbre que es todo, que resume al colosal Tour.

Los gascones llamaron a la mole del corazón pirenaico, que bombea su mito por en cima de los 2000 metros, la ‘montaña de mal retorno’. El Tour se prendió del tótem en 1910. Un periodista de L’Auto, Alphonse Steinès, colaborador de Henri Desgranges, el director del diario, se aventuró a explorar la subida, ignota.

El ingeniero de caminos de Eaux-Bonnes escuchó aquella idea, de aspecto suicida. Un locura. Contestó: “¿Es que se han vuelto locos en París?”. Steinès se adentró en los Pirineos en un Mercedes con chófer. Ascendieron por una ruta impracticable. A cuatro kilómetros de la cumbre les paró en seco un muro frío y blanco de nieve. Steinès, narcotizado por aquella visión, se aventuró. Le pudo la curiosidad.

Descubrió un mausoleo para el ciclismo. Un pasaje para la historia. Atónito, fascinado frente a su descubrimiento, que en realidad fue una penosa aventura, envió un telegrama a Desgranges. “Tourmalet atravesado. Stop. Muy buena ruta. Stop. Perfectamente practicable. Stop. Firmado, Steinès”. Steinès mintió.

De aquella falacia nació el mito. Octave Lapize, en 1910, fue el pionero. Conquistó la cima del Tourmalet, la lanzadera para hacerse con la victoria final. Lapize, sordo de un oído, murió en un combate aéreo en la Primera Guerra Mundial pilotando un biplano en los cielos de Verdun. Su aparato estaba decorado con un gallo y el número 4, con el que alcanzó la gloria en el Tour.

El Jumbo busca el K.O.

Van Aert, el ciclista que es todo los ciclistas en uno, escupió fuego desde el cielo. Un dragón. Llamaradas. El belga convocó una fuga enorme y veloz. Vingegaard quería una carrera ardiente. Que se corriera sobre las brasas. Apretar los gaznates. Asfixiarlos.

Van Aert empujaba como un toro salvaje por delante y sus compañeros azuzaban el fuelle para que nadie se acomodara, para que el bochorno les atrapara. En el Tourmalet, 17 kilómetros al 7,4% de desnivel, en las tripas de la leyenda, se corría a pecho descubierto.

Los maillots, a dos aguas, las caras con el brillo de la cera que se desprende. Gotas de calvario. Letanía. El paso de Kelderman deshilachó a Jai Hindley, el amarillo, en la parte bronca del Tourmalet. El australiano, en las antípodas de Laruns. Kuss desprendió al resto. Los sacudió de un estacazo.

Se apergaminó Mikel Landa. Carlos Rodríguez tampoco pudo. Nadie quedaba en pie. Cuerpo a tierra. El norteamericano se quedó a solas con Vingegaard y Pogacar, los dos ases. El efecto fotocopia. El Tourmalet era el reverso del Marie Blanque.

Vingegaard y Pogacar, en su ascensión a Cauterets. Efe

Pogacar no cede

El danés se expresó con determinación. Giró el cuello. Pogacar, el rostro concentrado, el frac blanco del mejor joven abrochado hasta el gaznate, no dudó. Se pegó. Sombra eslovena. Pogacar era otro. Mutante. Vingegaard, el mismo. Van Aert, el jefe de la fuga, paró en la cima para esperar a Vingegaard. Pogacar llegó con él.

Viajaban en la misma palabra. Asombro. Hindley y otros tantos se desgañitaban a más de dos minutos. Mundos distintos. Inconexos. Tensó el danés en el descenso del coloso. Pogacar se grapó a Vingegaard.

Les guiaba Van Aert, el hombre que siempre está. Para todo. Un multiherramienta. Navaja suiza cortando los Pirineos en otra etapa con metralla, aunque escasa de metraje. Van Aert se metió en el bolsillo al danés y al resto de los pedazos de la fuga.

Emmanuel Macron saluda a Jonas Vingegaard, nuevo líder del Tour. Efe

Grandioso Van Aert

Por detrás, los aspirantes al podio, con Hindley, Carlos Rodríguez, Gaudu, Landa, Pello Bilbao, Castroviejo, Adam Yates... trataban de lijar. Van Aert, un portento, continuó torturando a todos. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo. Van Aert es un prodigio que honra su profesión.

Así se personaron en Cauterets. Van Aert invitó a la ofensiva a Vingegaard. El danés elevó el ritmo para desconectar al esloveno. Se sostuvo Pogacar que no era aquel que fue. Era otro. Renovado. De las cenizas que pretendía el Jumbo, surgió el ave fénix esloveno.

Pogacar estalla con todo

Un cohete que estalló en el rostro de Vingegaard, que padeció el sentimiento de derrota. Guerra abierta. Física y mental. Reajustado el Tour, Pogacar se vistió con un chaleco de frío para quitarse el calor de encima y celebrar su décima victoria de etapa en el Tour. Vingegaard, que se quedó frio, llamó a su mujer para buscar una lumbre cálida que le amortiguara. Escuchó su voz. Se vistió de amarillo. Líder en la derrota. Pogacar resucita el Tour.