Érase una vez en julio, en Francia, en la que el sueño de una tarde de verano era Miguel Indurain. Aquellos maravillosos años de festejos, algarabía y celebración entre 1991 y 1995. Julios de confeti, asombro y reconocimiento. Un lustro. Una era. El rey navarro en la República de Francia. El latifundio del mejor ciclista de Euskal Herria, el hombre que fue héroe y humano.

El muchacho que descubrió el Tour con cautela, al compás de José Miguel Echávarri y Eusebio Unzué, que diseñaron su asalto a la Grande Boucle. El método navarro. El de la cocción lenta y la paciencia. En la obra magna de Miguel, un ciclista museístico, egregia su figura, el único de los grandes campeones que enlazó cinco victorias consecutivas: 1991, 1992, 1993, 1994 y 1995, quedó la sensación de que otro Tour le pertenecía. 

El navarro venció de forma consecutiva el tour de 1991 a 1995, el único en hacerlo, y sumó doce etapas

El campeón tranquilo, el que dejó ganar, cedió en el sexto, el de Rïis, cuando se humanizó en Les Arcs y en Larrau el día que se le esperaba en Iruñea, imperial. Posiblemente, en la derrota, fue cuando Indurain recibió más afecto, cariño y agradecimiento a su magno espectáculo de un lustro sobrevolando en las alturas del Tour. Para alcanzar la cúspide, para entronizarse, Miguel, diamante en bruto, se fue limando como el bloque de mármol que la pericia y la destreza del artista es capaz de esculpir a través de la sabiduría, la paciencia y la determinación. Indurain era mármol de Carrara trasmutado en un David. El proceso duró años.

Indurain, durante la subida al Tourmalet ÁNGEL RUIZ DE AZUA

Corpulento, pesado, 1,88 metros de estatura, Indurain debutó en el Tour de 1985. Era Miguel un mocetón que se adentró en la carrera más grande del mundo con los ojos abiertos y la boca cerrada. Eso le distingue. Ver, oír y callar. Discreto e inteligente. Archivó la carrera palmo a palmo. No finalizó en su primera incursión. Tampoco en la segunda. Aprendía Miguel, un ciclista gigantesco, como su curiosidad. Sólo así se hizo grande. Refractario al efectismo, el navarro no perdía el tiempo. Clavó los codos cada julio. Estudiante. Opositor a la historia. Absorbía el Tour, sus engranajes. A medida que comprendía la carrera, su cuerpo se iba afeitando. Finalizó el Tour de 1987 y 1988 camuflado en el anonimato. 

Nadie le prestaba atención, invisible en el equipo donde brillaba el fulgor de Pedro Delgado, la estrella que había vencido la edición anterior. Indurain, que firmó por el Reynolds por 600 euros al mes años atrás, comenzó a colocar las piedras de su reinado en 1989. Fue su anunciación. Los detalles que adelantan el porvenir de aquellas exhibiciones portentosas en la crono de Luxemburgo en 1992, la ascensión mitológica de Hautacam y el ataque sublime en Lieja en 1995, el día que sorprendió al mundo, cuando abandonó el patrón de la gestión y se comportó como una joven promesa. Rompió los esquemas y reventó el Tour. 

Indurain con uno de sus maillots

Antes de eso, Indurain giró el foco del Tour. Ocurrió entre Pau y Cauterets. El navarro, 80 kilómetros en fuga, desbrozando el camino para Delgado, se sublimó. Venció la etapa y en la general alcanzó la 17ª posición. El navarro merodeaba los salones de la aristocracia con el perfil de siempre. Prudente, trabajador. A lo suyo. Miguel, el muchacho de los 90 kilos, estaba rayando los 80. En su mejor versión se movía en los 78. Después de pespuntar, elevó la apuesta en 1990. Fue el hombre que llevó a hombros a Delgado hasta la base de Alpe d’Huez después de otra fuga. El navarro pagó el esfuerzo. Eso le alejó en la general. Concluyó décimo, pero conquistó la cima de Luz Ardiden. Anunciaba el sorpasso. Sus dos primeras victorias en el Tour habían sido en las cimas. Indurain buscaba el cielo. Echávarri lo tenía claro. Indurain estaba a punto de cambiar la historia. A partir de 1991, Indurain, que aniquiló a tres generaciones, extendió su imperio. Se entronizó en los Campos Elíseos de París. “No ha ganado un Tour, ha ganado el primero de sus Tours”, dijo Echávarri.