Prólogo
Esta noche me van a asesinar. Los relámpagos destellan en torno a mí, iluminando el salón de la pequeña cabaña en la que estoy pasando la noche y donde mi vida pronto llegará a un final abrupto. Apenas alcanzo a vislumbrar las tablas del suelo y, por unos instantes, me asalta la imagen de mi cuerpo despatarrado sobre ellas, encima de un charco de sangre que se extiende formando un círculo irregular que cala en la madera. Me imagino con los ojos abiertos, mirando al vacío, la boca ligeramente entreabierta y un hilillo rojo resbalándome por el mentón.
No. NO.
Esta noche no.
En cuanto la cabaña vuelve a sumirse en la oscuridad, me alejo de la comodidad del sofá, a ciegas, con los brazos extendidos ante mí. Es una tempestad violenta, pero no tanto como para provocar un corte de corriente. No, eso ha sido obra de otra persona. Una persona que ya ha arrebatado una vida esta noche y cuenta con que la mía sea la siguiente.
Todo empezó con un simple trabajo de limpieza y ahora podría acabar con alguien fregando el suelo de la cabaña para limpiar mi sangre.
Aguardo a que otro relámpago me ilumine el camino y luego me dirijo con cautela hacia la cocina. Aunque no tengo un plan concreto, la cocina contiene varias armas potenciales. Hay un taco entero de cuchillos ahí dentro, y, a falta de eso, hasta un tenedor podría venirme bien. Con las manos desnudas estoy perdida.
Un cuchillo tal vez mejoraría ligeramente mis posibilidades.
Gracias a sus grandes ventanales, en la cocina hay un poco más de claridad que en el resto de la cabaña. Las pupilas se me dilatan en su esfuerzo por absorber toda la luz posible. Me acerco trastabillando a la encimera, pero, tras avanzar tres pasos sobre el linóleo, me patinan los pies, me pego un batacazo y me golpeo el codo con tanta fuerza que se me arrasan los ojos en lágrimas.
FICHA
- Título: ‘El secreto de la asistenta’
- Autora: Freida McFadden
- Género: Thriller
- Editorial: Penguin Random House
- Páginas: 344
Aunque, a decir verdad, ya tenía lágrimas en los ojos desde antes.
Mientras me esfuerzo por levantarme, me percato de que el suelo de la cocina está mojado. Cuando relumbra otro rayo, bajo la vista hacia mis manos. Ambas palmas están manchadas de rojo.
No he resbalado sobre agua o leche derramada.
He resbalado sobre sangre.
Me quedo un rato sentada, haciendo inventario de las partes de mi cuerpo. No me duele nada. Sigo intacta, lo que significa que la sangre no es mía.
Al menos por el momento.
«Mueve el culo. Espabila. Es tu única oportunidad».
Esta vez consigo ponerme de pie. Llego frente a la encimera y exhalo un suspiro de alivio cuando mis dedos entran en contacto con la superficie dura y fría. Busco a tientas el taco de cuchillos, pero no lo encuentro. ¿Dónde estará?
Y entonces oigo las pisadas que se acercan. Como está tan oscuro, no estoy del todo segura, pero diría que ahora hay alguien en la cocina conmigo. Se me eriza el vello de la nuca cuando un par de ojos se clava en mí.
Ya no estoy sola.
El corazón se me cae al estómago. He cometido un error de cálculo fatal. He subestimado a una persona extremadamente peligrosa.
Y ahora pagaré el precio más alto por ello.
Capítulo uno: Millie
Tres meses antes
Después de pasarme tres horas fregando, la cocina de Amber Degraw está como una patena.
Teniendo en cuenta que, por lo que he visto, Amber sale a comer siempre por los restaurantes de la zona, todo este esfuerzo parece innecesario. Si tuviera que jugarme dinero, apostaría a que ella ni siquiera sabe cómo encender su horno de lujo. Tiene una cocina enorme y preciosa repleta de electrodomésticos que estoy bastante segura de que no ha usado ni una vez. Entre ellos hay una olla multifunción, una arrocera, una freidora de aire y una cosa que se llama «deshidratador de alimentos». Parece algo contradictorio que alguien que tiene ocho tipos de hidratantes en el baño disponga también de un deshidratador, pero no seré yo quien la juzgue.
Bueno, sí, la juzgo un poquito.
A pesar de todo, he restregado con cuidado todos y cada uno de estos aparatos sin estrenar, limpiado la nevera, guardado varias decenas de platos y fregado el suelo hasta dejarlo tan brillante que casi me reflejo en él. Solo me falta guardar la última tanda de ropa para que el ático de los Degraw quede como los chorros del oro.
—¡Millie! —La voz jadeante de Amber me llega desde fuera de la cocina, y me enjugo el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Millie, ¿dónde estás?
—¡Aquí! —grito, aunque es bastante obvio. El apartamento (formado por dos viviendas adyacentes integradas en un superpiso) es grande, pero no tanto. Si no estoy en el salón, lo más seguro es que esté en la cocina.
Amber entra flotando en la cocina, tan elegante e impecable como de costumbre, con uno de sus muchísimos vestidos de diseño. Este tiene un estampado de cebra con un vertiginoso escote en V y unas mangas que se estrechan hacia las delgadas muñecas. Lleva unas botas con rayas blancas y negras a juego y, aunque está tan despampanante como siempre, una parte de mí no sabe si dirigirle un cumplido o cazarla en un safari.
—¡Aquí estás! —dice con un deje acusador en la voz, como si yo no estuviera exactamente donde debería.
—Estaba terminando —contesto—. En cuanto saque la ropa de la lavadora, me…
—De hecho —me interrumpe Amber—, voy a necesitar que te quedes.
Me retuerzo por dentro. Además de limpiarle la casa a Amber dos veces por semana, realizo otras labores para ella, como hacer de canguro de Olive, su hija de nueve meses. Trato de ser flexible porque me paga estupendamente, pero no se le da demasiado bien avisarme con antelación. Tengo la sensación de que aquí
solo se me informa sobre mis funciones de canguro cuando resulta estrictamente necesario. Y al parecer no lo es hasta veinte minutos antes.
—Tengo que ir a hacerme la pedicura —dice con la misma gravedad que si estuviera comunicándome que se va al hospital para realizar una operación a corazón abierto—. Necesito que cuides de Olive hasta que vuelva.
Olive es una niña muy dulce. No me molesta en absoluto ocuparme de ella… normalmente. Es más, por lo general aprovecharía sin dudar la oportunidad de añadir un dinerito al exorbitante salario por hora que me paga Amber y que me permite tener un techo y comer cosas que no he encontrado en la basura.
Sin embargo, ahora no puedo.
—Tengo clase dentro de una hora.
—Ah. —Amber frunce el ceño, pero enseguida recupera su semblante inexpresivo. El último día que estuve aquí me contó que había leído en un artículo que sonreír y fruncir el ceño eran las principales causas de las arrugas, de modo que intenta mantener la expresión más neutra posible—. ¿No podrías saltártela?
¿No graban las clases? Podrías pedirle los apuntes a alguien…
Pues no. De hecho, ya he faltado dos veces a clase en las dos semanas previas por los encargos de última hora de Amber. He estado intentando acabar la carrera y necesito sacar una nota decente en esta asignatura. Además, me gusta. La psicología social me parece divertida e interesante. Y es esencial que la apruebe para obtener el título.
—No te lo pediría si no fuera importante —afirma Amber.
Quizá su definición de «importante» no coincide con la mía.
Para mí, importante es conseguir mi grado en trabajo social. No entiendo que una pedicura pueda tener tanta importancia. A ver, estamos a finales de invierno. ¿Quién va a verle los pies?
—Amber… —empiezo a replicar.
SOBRE LA AUTORA
Freida Mcfadden es médica especializada en lesiones cerebrales y autora de varios thrillers psicológicos que actualmente copan las clasificaciones de best sellers en Estados Unidos y Reino Unido. La asistenta lleva 55 semanas en la lista de The New York Times, y junto a su secuela alcanzan los tres millones de ejemplares vendidos. La serie arranca con La asistenta, a la que se ahora se suma El secreto de la asistenta y en el mes de julio se completará con La asistenta te vigila.
Justo en ese momento suena un berrido agudo procedente del salón. Aunque ahora mismo no estoy oficialmente al cargo de Olive, suelo echarle un ojo cuando ando por aquí. Amber la lleva tres veces por semana a un grupo de juego con sus amigas, pero el resto del tiempo parece urdir planes para quitársela de encima. Se me ha quejado de que el señor Degraw no la deja contratar a una niñera a tiempo completo porque ella no trabaja, así que, para resolver el problema del cuidado de la niña, se vale de una serie de canguros… y casi siempre de mí. En cualquier caso, Olive estaba en su parque infantil cuando he empezado a limpiar, y me he quedado en el salón con ella hasta que se ha dormido, arrullada por el rumor de la aspiradora.
—Millie —dice Amber con retranca.
Suspirando, dejo a un lado la esponja; siento como si llevara días con ella pegada a la mano. Tras lavármelas en el fregadero, las froto en los vaqueros para secármelas.
—¡Ya voy, Olive! —grito.
Cuando llego al salón, descubro que Olive se ha puesto de pie contra una pared del parque y llora con tal desesperación que la redonda carita se le ha teñido de un rojo intenso. Olive es como una de esas criaturas que aparecen en las portadas de las revistas de bebés. Rezuma una belleza angelical perfecta que incluye unos suaves rizos rubios que ahora tiene apelmazados contra el lado izquierdo de la cabeza por la siesta de la que acaba de despertar.
Aunque en este momento su aspecto no resulta tan angelical, en cuanto me ve levanta las manos y sus sollozos se apagan.
Me inclino sobre su parque y la cojo en brazos. Me hunde el rostro húmedo en el hombro, y ya no me sabe tan mal perderme la clase en caso necesario. No sé qué me pasa, pero, en el instante en que cumplí los treinta, fue como si dentro de mí se accionara un interruptor que hace que los bebés me parezcan los seres más adorables del universo. Me encanta estar con Olive, aunque no es mi bebé.
—Te lo agradezco, Millie. —Amber ya está poniéndose el abrigo y descolgando el bolso de Gucci del perchero que está junto a la puerta—. Y créeme, mis pies te lo agradecen también.
Sí, ya.
—¿A qué hora vuelves?
—No tardaré mucho —me asegura, aunque ambas sabemos que es una mentira como una casa—. ¡Al fin y al cabo, sé que mi princesita me echará de menos!
— Claro —murmuro.
Mientras Amber hurga en el bolso en busca de sus llaves, su teléfono o su polvera, Olive se acurruca contra mí. Alza la redonda carita y me sonríe, mostrándome sus cuatro dientes diminutos y blancos.
—Ma-má —declara.
Amber se queda paralizada, con la mano aún dentro del bolso.
El tiempo parece detenerse.
—¿Qué ha dicho?
Ay, madre.
—Ha dicho… ¿Millie?
Olive, ajena a la tensión que está generando, me dedica otra gran sonrisa.
—¡Mamá! —balbucea, esta vez más fuerte.
Amber se sonroja por debajo de la base de maquillaje.
—¿Te ha llamado «mamá»?
—No…
—¡Mamá! —chilla Olive con entusiasmo. «¡Por Dios santo, cállate ya, niña!».
Amber tira el bolso sobre la mesa de centro con el rostro crispado en un gesto de rabia que sin duda le dejará arrugas.
—¿Has estado diciéndole a Olive que eres su madre?
—¡No! —exclamo—. Le digo que me llamo Millie. Millie.
Seguro que se confunde, más que nada porque yo soy quien…
Se le desorbitan los ojos.
—¿Porque pasas más tiempo con ella que yo? ¿Era eso lo que ibas a decir?
—¡No! ¡Claro que no!
—¿Insinúas que soy una mala madre? —Amber da un paso
hacia mí, lo que parece alarmar a Olive—. ¿Crees que ejerces más como madre de mi niña que yo?
—¡No! Yo nunca…
—Entonces ¿¡por qué le dices que eres su madre!?
—¡No se lo digo! —Mis exorbitantes honorarios de niñera penden de un hilo—. Te lo juro. «Millie»: eso es lo que le digo.
Lo que pasa es que suena parecido a «mamá». Empieza por la misma letra.
Amber respira hondo para calmarse antes de dar otro paso hacia mí.
—Dame a mi bebé.