Capítulo uno: La mentira

Me he preguntado muchas veces cómo pude equivocarme tanto y de una forma tan estúpida. Es verdad que a los dieciséis años se suele ser poco prudente, en general.

El error ante todo fue mío, lo reconozco, fui yo la que accedí voluntariamente; pero aquella mujer adulta, pechugona y no muy guapa sabía bien que podía hacer negocio con mi confusión. Ella se llama Concepción y no está muerta: yo sí. Espero que la juzguen y la condenen por prostitución de menores y tráfico de drogas, entre otras cosas.

Aquí donde estoy no hay muñecas, nunca más jugaré con una. Si pudiera volver atrás regresaría a mi cuarto, junto a mi primera Lesly de cinco pecas, la que me regalaron por mi primera comunión. Recuerdo que estuve toda la tarde jugando con ella, que mi madre llamó por teléfono a mis tías para decírselo: «A Susana le ha encantado la muñeca». Entonces, claro, yo tenía nueve años. Mi madre se dedicó en cuerpo y alma a coser ropa para aquella muñeca que, según me dijo, era hermana de la Nancy. Mi mamá y yo jugando juntas, vistiéndola, peinándola, qué recuerdos vienen a mi memoria ahora que no tengo cuerpo. Me gustaría volver a acariciar a mi madre. ¿Podré explicarle lo que hice? ¿Me perdonará algún día?

FICHA

Título: La Innombrable

Autores: Lorenzo Silva y Noemí Trujillo

Género: Novela negra

Editorial: Destino

Páginas: 328

Hay errores que pagamos caros y que no sólo nos dañan a nosotros, sino que afectan a quienes nos rodean.

El mío me costó la vida y destrozó la de mis padres para siempre, marcándola con una vergüenza y un dolor que no se merecían. Fueron siempre buenos padres: fui yo la que les fallé. Me engañó Concepción. En el inframundo siniestro que me acabó devorando, la captación es el momento decisivo, y el más turbio: siempre se produce con mentiras, incluso cuando la chica accede por propia voluntad, como fue mi caso. Yo entonces no sabía que estaba tirando mi vida a la basura, pero Concepción lo veía con toda claridad, porque había conocido a muchas como yo. Mi error individual es, también, una mentira colectiva que se sostiene gracias a que existen personas como Concepción, sin escrúpulos y que por los siglos de los siglos — si nadie se lo impide— engañarán a chicas jóvenes con la promesa de un dinero fácil y rápido: «Todas las mujeres son putas — me dijo—, sólo que las que no se acuestan más que con su marido no reciben nada a cambio». En aquel momento su embuste, por lo descarado que era, incluso me hizo gracia. Ahora sé que fui una tonta, una imbécil, que debí haberme marchado del parque y haberme encerrado en mi cuarto a leer.

«Nuestros clientes son hombres mayores — añadió—, pero así es más fácil. No aguantarán nada. Se

correrán en cuanto te vean desnuda, con esas carnes tan prietas», me decía de una forma mecánica, mil veces repetida antes, mientras fumaba como un carretero bajo el sol de abril. «Como eres virgen, la primera vez cobrarás mucho, eso se paga bien — me prometió—, quinientos euros. Vicente tiene cincuenta años más que tú, no aguantará ni dos minutos. A ver quién gana quinientos euros por dos minutos, guapa, ¿quién?» Esos eran sus argumentos y aún no sé por qué yo los escuchaba.

«También te ganarás tus dos primeras rayas», me dijo.

La propina.

Ahora soy nadie para siempre. Antes tenía un nombre, una vida, una familia. Vivía en una casa acogedora con un cuarto lleno de muñecas: Leslys de diez, nueve, siete, seis, cinco y cuatro pecas que había ido coleccionando con paciencia como regalo de cumpleaños o Navidad, o por mis buenas notas. Antes tenía una madre que me quería, todas las prostitutas tienen madre, aunque no se piense en ellas.

Hace dos años que veo a mis padres llorar mi muerte.

Desde donde estoy puedo ver perfectamente el salón de casa, el sofá en el que se sientan todas las tardes a mirar la televisión para intentar olvidar que su única hija — o sea, yo— murió, según les dijeron los policías, de una reacción alérgica a la droga que se metió en el cuerpo una mala tarde de un lunes caluroso de julio.

También veo el parque de la Quinta de los Molinos, un oasis de paz para la gente normal, esa que puede ser feliz paseando entre pinos, cipreses y almendros, y al mismo tiempo el lugar donde empezó a torcerse mi futuro cuando Concepción, sentada en un banco junto al molino de la Rosaleda de Palacio, me ofreció otro cigarro y me preguntó, medio en serio medio en broma, si había tomado drogas alguna vez. «No hay nada comparable al efecto de las drogas, créeme, absolutamente nada. Si quieres, te doy ahora un poquito para probarla...», dijo la muy desalmada para tentarme.

Portada de 'La innombrable'. Elkar

Yo era una chica joven, llena de vida, buena estudiante, buena hija, y, sin embargo, sin embargo, sin embargo, sentía que vivía en una infelicidad controlada, como si nada pudiera llenarme por completo. No acepté la droga la primera tarde, aunque fue entonces cuando empecé a pensar si consumir cocaína podría disipar aquella bruma de tristeza que se había apoderado de mi pensamiento. Concepción y yo fumamos mucho, hablamos de cosas sin importancia, le conté que había terminado con muy buenas notas la ESO, que quería ser bióloga, y mientras hablaba con ella trataba de fingir que no pasaba nada, que no se esparcía por mi interior aquel maldito veneno.

Accedí al fin a entregarle mi virginidad a Vicente, un pensionista de sesenta y tres años, con quien mantuve relaciones sexuales completas más veces a cambio de dinero.

Es verdad que acabó pronto, pero Concepción no me avisó de lo sucia que iba a sentirme después, con aquel sudor pringoso por mi cuerpo, al descubrir que había hecho algo que en realidad no quería hacer a cambio de quinientos euros y dos rayas. Después de Vicente hubo otros. Cuando me había vuelto adicta a las drogas ya tenía cuatro clientes habituales a los que les ofrecía mi cuerpo como mercancía: Jesús, Carlos, Ramón y Vicente, todos entre los sesenta y los setenta años, casados, con hijos y nietos que los despreciarían si supieran de sus sórdidas aficiones. Una vez vendida mi virginidad, los servicios siguientes se pagaban a cien euros y una raya. Aunque no me gustaba, lo seguía haciendo por conseguir la droga. Al final de aquel viaje al infierno, llegué a tener más de cincuenta clientes esporádicos.

Todavía no sé cómo mis padres no notaron nada.

Recuerdo el día en el que mi madre entró en mi cuarto y me encontró sentada en el suelo, llorando, y le dije que no quería ir al instituto. Ella, sorprendida por la situación, hizo muchas preguntas, y yo no fui capaz de contestar ninguna. ¿Cómo iba a decirle que estaba enganchada a las drogas, que en la media hora de recreo me iba a un piso cercano, controlado por Concepción y mis proxenetas, y vendía mi cuerpo para conseguir dinero y las sustancias que me estaban minando y matando?

¿Cómo confesarle aquello a mi madre? Ojalá hubiera hablado con ella en aquel momento, pero no lo hice: tuve miedo. Escribió Shakespeare que los cobardes mueren una y otra vez antes de su verdadera muerte y, francamente, eso es lo que pasó conmigo. Cada día que me levanté, fui al instituto, me prostituí en el recreo y me drogué para soportar mis malas decisiones yo morí un poco.

Y, como comprendí mucho más tarde, no tenía ninguna oportunidad de renacer.

Pero lo peor no fueron los clientes. Lo realmente malo eran mis dos proxenetas: Ángel, que se llevaba un porcentaje de mis servicios a cambio de protegerme, y Gabriel, que nos suministraba las drogas. Ellos eran más jóvenes y tomaban medicamentos para aguantar más. Cuando mantenía relaciones sexuales con ellos duraban horas y eran dolorosas y violentas: les gustaba humillarme y yo, despersonalizada, rota por las drogas, me

dejaba utilizar. Me penetraron los dos a la vez. Sufrí varios desgarros. Nadie está preparado para eso. La prostitución no es un trabajo como otro cualquiera: es explotación, violencia, esclavitud y muerte. Esos dos ganaron mucho por robarme la adolescencia. De Izan, el supercapo, no quiero ni hablar.

Un día reuní valor y le pedí a Concepción ayuda para dejarlo. Me dijo, con su sonrisa torcida y traicionera, que cuando quisiera podía irme, pero que no estaría mal que trajera a alguna amiga y que me podría seguir consiguiendo droga si ella realizaba el sexo por mí. En otras palabras: me ofreció convertirme en alguien como ella. Dejé de ser una buena chica cuando acepté prostituirme con Vicente. A partir de ahí, mis decisiones fueron de mal en peor. Acabé convenciendo a mi mejor amiga, Yolanda, de diecisiete años, para que cayera en el mismo agujero en el que había caído yo. Ella, más ingenua aún, hizo lo mismo y arrastró con ella a Luna, también menor, la única que se prostituía por una necesidad apremiante y urgente de dinero. Susana, Yolanda y Luna, tres tontas caperucitas rojas, menores de edad, que cayeron en las garras del lobo feroz. Hay más como nosotras. La mentira se alimenta de mujeres como Concepción, de proxenetas como Ángel y Gabriel, de clientes como Vicente, de políticos a los que no les interesa acabar con el negocio y de una sociedad cómplice que, la mayoría de las veces, mira hacia otro lado.

Ojalá hubiera venido alguna activista a mi instituto, alguna filósofa, alguna feminista — o algún activista, algún filósofo o algún feminista— que me hubiera avisado de los peligros de un negocio que no se produce ya solamente en macroburdeles, locales de striptease o salas de masaje, sino que convierte pisos en cárceles para mujeres indefensas. Me despersonalicé, me despersonalizaron. Me equivoqué, me indujeron a equivocarme.

Todo podría haberse evitado si yo, en lugar de fumar y escuchar a quien no quería hacerme ningún bien, hubiera tenido la cabeza mejor amueblada, si alguien me hubiera hablado de todo esto: de la captación de menores que acaban en manos de explotadores, del peligro de las drogas, de los vínculos entre la prostitución y la violencia.

Si la prostitución no está mal, nada está mal. Pero antes yo no lo sabía. No había pensado sobre ello. No había leído sobre ello. No tenía ninguna conciencia. Era una joven de dieciséis años presumida e infeliz que sintió un nefasto interés por probar la droga. Dicen que la curiosidad mató al gato y, en mi caso, así fue.

Ángel y Gabriel me golpearon varias veces, pero mis padres nunca vieron los moretones, ya me ocupaba yo de ocultarlos. Me hicieron grabar vídeos pornográficos para conseguir más droga y los subieron a internet. Me muero de vergüenza de pensar que mi padre puede ver alguno de esos vídeos. ¿Cómo pude hacer lo que hice?

El caso es que pasó. Y la sociedad en la que vivía ha perdido así una bióloga, mis padres a una hija, mi abuela a una nieta, mis tías a su sobrina más querida y yo mi futuro.

No hay vuelta atrás. No existe ninguna puerta que pueda abrir y me devuelva a mi habitación de antes, junto a mis muñecas, mis libros, mis pósteres y mis diarios.

Mi cuerpo reaccionó mal a las drogas y una tarde se paró: no quiso seguir. Aún veo a Ángel y Gabriel arrastrándome como un peso muerto hasta el portal de mi casa, donde poco después me iba a encontrar mi padre.

Aún le veo abrazado a mí, que ya no soy su niña, llorando y maldiciendo, tocando mi cara ensangrentada e hinchada por el golpe que me habían dado... Y en cuanto a mi madre... Casi no puedo hablar de ella. Se me rompe el corazón que aquí ya no tengo cuando pienso en la pobre mamá, en lo que le he hecho. 

Mamá, si puedes oírme, tira todas las Leslys a la basura, por favor... Digo esto sin saber si mi madre me escucha, si los fantasmas errantes como yo tienen voz. Por mi culpa nadie es inocente ni tiene paz en nuestra casa; digo esto sin pensar y de pronto comprendo, bueno, por mi culpa no, por culpa de Concepción y de Vicente, la madame y el viejo verde, ellos dos me mataron, y espero que el juez lo vea tan claro como lo veo yo. ¡La de chicas que cometerán al año mi mismo error! Pensar en eso es otra tortura.

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Antes de conocer a Concepción saqué de la biblioteca una extraña novela de Samuel Beckett que me atrajo por el título y porque no era muy larga. Conocía al autor porque habíamos hecho en el instituto una lectura dramatizada de Esperando a Godot. El protagonista de la novela no tenía nombre y estaba inmóvil en un lugar indeterminado desde el que le hablaba al lector: El Innombrable, así se titulaba. 

Los autores

LORENZO SILVA

Lorenzo Silva (Madrid, 1966) es uno de los grandes referentes de la literatura contemporánea y sus novelas policiacas e históricas suman más de dos millones y medio de lectores. Ha escrito, entre otras, La flaqueza del bolchevique, Carta blanca (Premio Primavera 2004), Recordarán tu nombre, la Trilogía de Getafe, Nadie por delante y Púa. Es autor del libro de viajes Del Rif al Yebala. Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos y de Sereno en el peligro (Premio Algaba de Ensayo). Suya es también la serie protagonizada por los investigadores Bevilacqua y Chamorro; El alquimista impaciente (Premio Nadal 2000), La marca del meridiano (Premio Planeta 2012) y La llama de Focea son algunas de las novelas que la integran. 

NOEMÍ TRUJILLO

Noemí Trujillo (Barcelona, 1976) es escritora y estudiante de Humanidades. Ha publicado 14 poemarios, libros infantiles y juveniles. La maternidad era eso es el resultado de cuatro años de investigación académica en los que se ha centrado en el estudio de la maternidad como tema literario. Es coautora, junto con Lorenzo Silva de las novelas, Si esto es una mujer (Destino, 2019), La forja de una rebelde (Destino, 2022) y ahora La Innombrable, el nuevo caso de la inspectora Manuela Mauri.