rEPASAR la historia de ETA es situar varias de sus escenas al norte del Bidasoa. Desde la I Asamblea, Iparralde ha sido un escenario clave en las operaciones de la organización: desde su refugio inicial en los 60 hasta el lugar para la escenificación del desarme en 2017, pasando por las grandes redadas. Uno de los miembros de ETA que ha expuesto lo que suponía Iparralde fue Alfonso Etxegarai: “No perdíamos nuestros orígenes, no teníamos que aprender una lengua extranjera para comunicarnos y no pensábamos que estábamos allí de tránsito”.
Rechazaban que Iparralde fuera su santuario, como muchos lo han considerado. Para entender el papel de esta región en la historia de la banda conviene remontarse un par de décadas atrás a la fundación de ETA. Como mínimo, a la Guerra Civil española, donde miles de vascos cruzaron el Bidasoa. Francia concedía permisos a quienes huían al norte de los Pirineos. Este estatus de refugiado político que tramitaba la Oficina Francesa de Protección de los Refugiados y Apátridas (Ofpra) fue al que se acogieron los militantes de ETA ya en pleno franquismo.
Varios formaban parte de la dirección de ETA que fue elegida en la I Asamblea, que se celebró en mayo de 1962. El cónclave reunió a cerca de una docena de personas en el monasterio de Nuestra Señora de Belloc en Ahurti (Lapurdi). Meses después de que ETA persiguiera su primer atentado al intentar descarrilar un tren de simpatizantes nacionales que acudían a Donostia a conmemorar el 18 de julio, esta cita aprobó la Declaración de Principios. En ella se definió el Movimiento Revolucionario Vasco de Liberación Nacional.
Fue en ese inicio de los 60 cuando los primeros militantes de ETA cruzaron de manera estable el Bidasoa. Los cuatro primeros fueron Julen Madariaga, Jose Luis Álvarez Enparantza Txillardegi, Benito del Valle y Eneko Irigaray. A diferencia de lo que sucedería décadas después, cuando los militantes de ETA viajaban a la clandestinidad de Iparralde, se integraron en su sociedad: Del Valle fundó una empresa en Hazparne, y Txillardegi e Irigaray comenzaron a impartir clases. Su perfil antifranquista ayudaba a su buena imagen ante las instituciones republicanas, una impresión que se prolongó durante casi dos décadas.
GAL y extradiciones La muerte de Franco y la llegada de los socialistas François Mitterrand al Palacio del Elíseo (1981) y de Felipe González a La Moncloa (1982) supuso un cambio paulatino en la estrategia gala que había protagonizado Valery Giscard d’Estaing. En septiembre de 1984, con los GAL actuando en Iparralde -Josean Lasa, Joxi Zabala, José Miguel Etxeberria Naparra...-, los tribunales franceses dieron luz verde a las primeras extradiciones a suelo español.
Durante aquellos años, había otros intereses, como narra el diario ABC un encuentro del entonces secretario general de la Presidencia francesa Jean-Louis Bianco con periodistas en Madrid. En él, Bianco trasladó que Mitterrand consideraba “nada amistoso” que Madrid pudiera decantarse por trenes alemanes para la puesta en marcha del AVE a Sevilla en 1992. Con Mitterrand en el Elíseo pero el conservador Jacques Chirac al frente del Gobierno, los ministros del Interior Charles Pasqua y Robert Pandreau terminaron por trasladar un último trato a sus homólogos de Madrid, según la misma crónica de ABC: “Vosotros enterráis el GAL y nosotros os entregamos a todos los etarras que nos pidáis”.
Etxegarai, al que Francia expulsó a Ecuador a mediados de los 80 y que prácticamente desde entonces reside en Sao Tomé, reconoce en su libro Regresar a Sara. Testimonio de un deportado vasco (Txalaparta, 1995) que “para el Gobierno español, Iparralde no existía sino como santuario francés de ETA, un lugar desde el que los vascos separatistas organizaban los comandos armados que perpetraban los atentados sangrientos en territorio español”. En esta clave, “se trataba de un asunto de Estado: si desaparecía el santuario francés de ETA, también desaparecería esta”.
El golpe a ETA que mejor evidenció esta sintonía fue la detención de la cúpula de la organización armada en Bidart. A meses de que Barcelona abriera sus Juegos Olímpicos y Sevilla su Expo, una operación entre policías franceses y la Guardia Civil supuso la detención de más de diez personas, entre las que se encontraban Francisco Mujika, Pakito, José Luis Álvarez Santacristina, Txelis, y Jose Mari Arregi, Fitipaldi. Esta mayor presión redoblada desde París, donde destacarán entre otros la fiscal Irène Stolle y la jueza antiterrorista Laurence Le Vert, llevó a que diversas voces plantearan atentar en suelo francés, donde Batasuna, por su parte, continuó en la legalidad.
ETA, que desplegaba en Hegoalde la socialización del sufrimiento, no varió su estrategia en el norte, aunque asesinó a los guardias civiles Raúl Centeno y Fernando Trapero en Capbreton en diciembre de 2007 y al gendarme Jean-Serge Nérin, su última víctima mortal, en marzo de 2010 cerca de París.
Mientras, en palabras del ministro Dominique de Villepin, Francia rechazaba servir “de retaguardia al terrorismo”, los militantes de ETA cambiaron el refugio de Iparralde, donde se instalaron algunos de los integrantes de la organización terrorista, por departamentos del entorno. En el Bearne fueron detenidos entre otros en 2004 los principales dirigentes de ETA tras Bidart, Mikel Albisu y Marixol Iparragirre.
Casi quiince años después de aquella operación, la pista de aterrizaje que nació en Aiete acabará en Iparralde, como la escultura del hacha invertida que se inauguró enterrada en Baiona hace un mes. Tanto en la escenificación del desarme como en el acto de hoy resultan decisivas la implicación de diversos agentes de la sociedad civil, la unanimidad de las instituciones y el visto de bueno de París para el punto final de una negra historia que eligió Iparralde casi desde el primer día.