bilbao. Desde la transición hasta nuestros días, la izquierda abertzale tradicional nunca ha confiado en la fuerza de los votos para sacar adelante su proyecto político basado en la independencia y en la autodeterminación. Siempre la ha complementado o subordinado a la acción armada, como si a través de la violencia pudiera lograr lo que por medio de las urnas y del poder institucional decía que le era negado. El tiempo y el empuje de la mayoría de los vascos le ha quitado la razón hasta el punto de que el desprecio a las elecciones y a las instituciones expresión del autogobierno vasco -por cierto restituidas y/o edificadas a base de mucha real politik y a pesar del embate de décadas de violencia de ETA alentada por ese mundo- se ha tornado ahora en un llamamiento masivo a sus simpatizantes para que acuden a las urnas.

Han sido décadas dando la espalda al sistema democrático y a las instituciones (todas, salvo los ayuntamientos gobernados por la izquierda abertzale, al parecer tocados por un halo mágico) en las que han intentado crear una estructura alternativa basada en organizaciones políticas, sociales y culturales de eso que han venido a llamar movimientos populares. Se ha forjado así el denominado MLNV que tenía en su vanguardia a ETA, organización con la que han sido poco a nada críticos hasta prácticamente ayer.

El fracaso de la estrategia política y militar de este mundo se venía adivinando internamente desde el comienzo del nuevo milenio pero recibió su puntilla en la tregua de 2006 y se ha evidenciado a las claras en estos últimos meses. Así se explican las prisas de la izquierda aber-tzale por poner los bueyes antes que el carro para subirse a él y avanzar hacia sus objetivos, utilizando los mecanismos (votos) que antes oprimían al pueblo vasco para ahora liberarlo. En el camino han quedado mucho dolor, muerte y obstáculos políticos a la democracia política y social y, también, al desarrollo de un mayor autogobierno y una conciencia nacional vasca más asentada internamente y respetada y menos estigmatizada exteriormente.

Durante décadas, las paredes de Euskadi han sido testigo de muchos traidores señalados literalmente por haber participado en los mismos comicios a los que ahora llaman a votar los mismos que las pintaban o las encartelaban. Son los conversos sufragistas que bajo el paraguas de Amaiur han aglutinado en su proyecto a un partido a un minuto de su extinción, a otro que todavía no sido contrastado social y electoralmente por sí mismo, y a una formación, esta sí contrastada y con label, a la que ha tildado de traidora por ser el espejo de su mala conciencia y a la que, como reconocen en este propio partido, le están esperando para pasarle el cuchillo una vez que se legalice Sortu.

El reconocimiento de que lo electoral es importante, de que estar en los sitios donde se deciden cuestiones relativas a Euskadi, de que es un fin en sí mismo, no un medio al servicio de ETA para luchar contra el Estado, se ha extendido entre los dirigentes de la izquierda abertzale de la mano de Arnaldo Otegi, Rufi Etxeberria y Rafa Díez Usabiaga. Sin embargo, este convencimiento no es absoluto. Acuden al 20-N a hurtadillas, sin aclarar a qué van ni cómo ni cuánto van a participar en el Congreso y el Senado.

Las dudas y las contradicciones les embargan. Tras muchos años renegando del Parlamento español, ahora acuden a regañadientes, negando que allí se decidan intereses de los vascos como ha llegado a decir el cabeza de lista de Amaiur por Bizkaia, profesor universitario cuya titularidad depende del Estado español aunque la nómina la pagamos los vascos. En realidad, su participación en estas elecciones sigue siendo instrumental, un medio. Lo que está en juego es adelantar al PNV, arrebatarle la supremacía en el ámbito abertzale, exhibir músculo y colocarse en la pole position de cara a la carrera para las elecciones autonómicas vascas.