Europa enseña su patita
Hasta ahora lo había dicho por activa: ¡No me gusta esta Europa! (subrayo lo de “esta”). Ahora, cuando se cumplen 40 años de la firma del Acta de Adhesión del Estado español a la Comunidad Económica Europea, lo diré por pasiva: ¡Esta Europa no me gusta! (vuelvo a hacer hincapié en “esta”). Poco a poco, frente al discurso generalizado que canta las bondades de la creación de la Unión Europea, comienzan a aparecer, lentamente, algunas voces que se atreven a salirse de la narrativa oficial y del discurso de la autocomplacencia, justificando su débil adhesión en la manida frase: “Fuera de ella hace mucho frio”.
A la vista de la deriva que ha tomado la Unión Europea en los últimos tiempos y de sus respuestas a los aconteceres políticos, económicos y… humanitarios del momento (su actitud frente a lo que acontece en Gaza es el paradigma de la desvergüenza y la humillante evidencia de su propia naturaleza), algunos rotativos han comenzado a pensar y a expresar que Europa ha cambiado su línea editorial.
Siempre se dijo y todo el mundo lo creyó que la Unión Europea que se creó “inequívocamente” para la paz. La carnicería humana que supuso la Segunda Guerra Mundial no permitía admitir otra posibilidad. Que se asentó sobre los cimientos sólidos que suponían el pensamiento de la Ilustración, los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y la proclamación indefectible, como principio fundamental de la dignidad humana, esto es, la Declaración urbi et orbe los Derechos Humanos Universales de 1948.
Pero que hoy, esa ilusionante Unión Europea se ha transformado en un ente despersonalizado, desmemoriado y desnortado cuyos dirigentes hablan, sin el mínimo rubor, de armarse hasta los dientes ante la posibilidad de una guerra. Y, que, si bien la paz sigue siendo el objetivo, ella, ya no consiste en una convivencia basada en los valores que contienen las Cartas Humanas Supremas. Hoy, la paz implica abrazar con fervor la doctrina del escritor del imperio romano Flavio Vegecio, esto es, aquella que proclama como máxima de vida pacífica la vida en guerra continua. Esto es: Si vis pacem para bellum (Si quieres paz prepara la guerra) como acaba de decir con la máxima claridad y sin tapujos, el presidente del Consejo de Europa, Antonio Costa: “la paz sin defensa es una ilusión”.
En tiempos recientes, tras unos balbuceos semánticos de los líderes europeos, especulando sobre si convenía hablar de “rearme” o “defensa”, de armamento o seguridad y tras un tiempo de silencio en el que parecía que lo militar había pasado a estar en un segundo plano en los debates europeos, vuelve, ahora, Antònio Costa a poner sobre el tapete el tema de los bellatores y su equipamiento (armamento, infraestructuras y tecnología). ¿El 3’5 %, el 5, %, el 6% del PIB de cada Estado? Para, a continuación, sentenciar: “No hay un número mágico, dice, para el gasto en defensa”. Y Costa pasa a recordarnos la soga de la dependencia que pende sobre nuestras cabezas: “El gran aliado de Europa es Los Estados Unidos…”. No olvidemos, que Estados Unidos lo que quiere es reequilibrar el reparto de cargas en la defensa europea.
Para la paz en Europa, consecuentemente, ya que no existe un número mágico, será el interés de los Estados Unidos quien establezca el precio en cada momento. Y…, dicho sea de paso, a falta de guerra, el gasto en rearme se constituye, no en número mágico, sino el conejo que el sistema capitalista sacará de la chistera para su reequilibrio o, más bien, para su refundación, cuando sea necesaria.
En realidad, no es cierto que algo haya cambiado. ¡Siempre ha sido así! La Europa que se creó en 1957 en un ambiente propicio para acoger de muy buena gana el discurso de la paz no estaba en condiciones de exigir nada y nada exigió. La Europa de los seis países fundadores (Alemania, Francia, Italia y el Benelux) aceptó el dinero americano del Plan Marshall a sabiendas de que con ello adquiría la condición no tanto de aliado sino de dependiente (in secula seculorum) dentro del marco del gran proyecto imperial angloamericano.
Bien es verdad que los llamados padres de la Unión Europea y las personalidades políticas europeas y, más tarde, la misma Carta Social, se encargaron de tejer, aprovechando el silencio de los pueblos todavía atemorizados por la inhumana experiencia, un relato genético bello, lleno de esperanza y preñado de las excelencias axiológicas que concurren en una paz jamás soñada, pero… irreal. De esta manera se ocultó el pecado original de la Unión Europea que no era otro que la dependencia. Y se pudo mantener la ficción de que la Unión Europea actual y la inicial en poco o nada diferían. La Unión Europea desde su inicio, formó parte del imperio angloamericano y asumió la lógica de su funcionamiento. Y esta nada tenía que ver con los Derechos Humanos.
Y, ahora comienzan a evidenciarse intenciones de fondo. La lógica con la que, a través de la dispensación de todo tipo de fondos, -desde los estructurales a los next generation-, ha ido seduciendo lentamente y convertido a los europeos no tanto en ciudadanos políticos sino en clientes de una gigantesca sociedad anónima, algo que nos debe hacer reflexionar. ¿Dónde está la Constitución Europea? ¿El exiguo porcentaje de apoyos en los plebiscitos de los diferentes países de la Unión Europea puede considerarse voluntad general de los europeos? Y, esa lógica, liberada de todo lo que supone respeto a los Derechos Humanos, lleva consigo como objetivo final la unificación y uniformización social y, consecuentemente, la pretensión de la desaparición y aniquilación de todo aquello que resulte un obstáculo para conseguirla.
En esta clave debe hacerse la lectura de lo acontecido recientemente en el Consejo de Asuntos Generales de la Unión Europea en relación con el euskera, catalán o gallego. El hecho de que la incorporación de estas lenguas autóctonas como lenguas oficiales de la Unión Europea sea tratado en el Consejo de “Asuntos generales” y su aparcamiento sine díe, dice bastante de lo que la cuestión de las esencias y de los derechos fundamentales de los europeos y sus pueblos significan para la Unión Europea. En principio, diríamos que ¡no significan nada! Pero la cuestión es de una gravedad mayor todavía: Todo aquello que suponga un obstáculo, –y los tres idiomas lo son–, para la constitución de una cultura, ya no europea sino imperial, única, de un pensamiento uniformado y uniformizado va a ser en lo sucesivo objeto de ataque abierto o solapado hasta su extinción. Pablo Muñoz, quien fuera director de Diario de Noticias lo insinuaba, con olfato exquisito, ya en el título de su artículo publicado el domingo, 1 de junio bajo el título Otra vez será… ¿o tampoco?
En última instancia confesaré que, si repito por activa y por pasiva mi desencanto por esta Unión Europea, no es tanto porque me haya invadido la desesperanza sino porque creo que otra Europa es posible. Y lo es porque la historia está llena de acontecimientos que, de una u otra manera, pueden identificarse con grandes expansiones colonialistas, imperialistas… las más de las veces universalistas y uniformizadoras, realizadas en nombre de las grandes religiones o las grandes ideologías con instrumentos tales como la “verdad revelada”, los “dogmas políticos” que no consiguieron su objetivo. Es precisamente “el paraíso del mercado” la promesa seductora utilizada para la nueva universalización, esa que se conoce eufemísticamente como globalización y que no es otra cosa que el imperialismo neoliberal o la expansión universal del mercado. ¿Lo conseguirá?
De todas formas, no debemos confiar solamente en la Ley que hasta ahora ha regido la evolución del mundo, la de la dialéctica entre lo universal y lo particular, entre globalización y cultura. Ante el riesgo de que Europa siga mostrando su patita, en adelante, deberemos estar vigilantes para que no se quiebre la dialéctica. Catedrático emérito de la EHU