Tal día como hoy, 4 de abril, pero hace 50 años, cuando Bill Gates y el fallecido Paul Allen tenían 50 años menos, crearon Microsoft en un pequeño garaje de la localidad estadounidense de Albuquerque (Nuevo México), para “poner una computadora en cada escritorio y en cada hogar” y terminar, medio siglo después, como la segunda mayor empresa del mundo. Días después (29 de abril), callaron los cañones en Vietnam. Comenzaba la era de los ordenadores. Un mañana distinto a todo los conocido hasta entonces, que Peter F. Drucker bautizó como sociedad del conocimiento y, como todo lo futurible, un mañana con luces y sombras. Esperanzadoras conjeturas e inciertas previsiones. La economía iba bien, había pleno empleo y el consumo no parecía tener límites, pero la crisis del petróleo (1973) ensombrecía el horizonte. Vistos los resultados, Mieles e hieles definidas con esta frase:

“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”

Son palabras escritas por Charles Dickens para iniciar su famosa novela Historia de dos ciudades. Publicada en 1859, describe el ambiente parisino y londinense en los albores de la Revolución Francesa a orillas del Sena y estimulada por el conocimiento que proporcionó la Enciclopedia de Diderot; y la Revolución Industrial que, a partir de la máquina de vapor de James Watt, liberó el mundo empresarial en las cercanías del Támesis y transformó una sociedad europea, estamental, agrícola y cerrada por otra urbana, industrial y abierta. En palabras de Robert Lucas (Premio Nobel de Economía), “por primera vez en la historia, el nivel de vida de las masas y la gente común experimentó un crecimiento sostenido (…) No hay nada remotamente parecido a este comportamiento de la economía en ningún momento del pasado”.

Pero volvamos a 1975. Reinaba cierto sosiego después de las revueltas estudiantiles protagonizada en los 60 por la generación nacida en la postguerra, acreditada por su alta preparación académica y por una inquieta actitud inconformista, alimentada por referentes marxistas y existencialistas, como Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir y una doctrina que rechazaba el imperialista, el capitalismo, el consumo y la guerra. Conocimiento e ideología les llevó a rechazar en la Universidad de Berkeley (California) la intervención de EE UU en Vietnam; o levantaron los adoquines en el Quartier Latin (Barrio Latino) de París, escenario del ya legendario Mayo del 68 para pedir más libertad sexual; o desafiaron al autoritarismo marxista de Moscú en la Primavera de Praga reivindicando más libertad de expresión y enfrentándose a los tanques rusos enviados por Leónidas Brézhnev.

Se dijo que aquella generación “no hace la revolución, es la revolución” y quería construir un futuro idealizado, pero los 70 eran ya otro tiempo. El crecimiento económico y el poder adquisitivo eran argumentos que invitaban al consumo de la sociedad occidental en detrimento de la quimera marxista desacreditada por la represión soviética en Checoslovaquía. Muchos de aquellos jóvenes entendían que la senda del progreso tenía que converger con el pragmatismo para hacer frente a los síntomas decadentes de la industria que, en 1975, dejó de ser el sector con mayor aportación al PIB mundial en favor de los servicios. El acero y el tornillo cedían su liderazgo al ordenador abriendo la puerta a la llamada Cuarta Revolución Industrial, que tiene poco de industrial y mucho de ciencia y conocimiento, los factores decisivos para el cambio de ciclo, época o paradigma, tal y como ya anticipó Peter F. Drucker en su obra La sociedad postcapitalista (1974):

“En el espacio de unas cuantas décadas, la sociedad se reestructura a sí misma, cambia su visión del mundo, sus valores básicos, su estructura política y social, sus artes y sus instituciones clave. Cincuenta años más tarde hay un nuevo mundo y quienes nacen entonces no pueden siquiera imaginar el mundo en que vivieron sus padres. En estos momentos estamos viviendo una transformación así”.

Así se pensaba hace medio siglo y en 2016 el economista alemán, Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial, más conocido como Foro Davos, aseguraba que:

“Estamos al borde de una revolución tecnológica que modificará fundamentalmente la forma en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos. En su escala, alcance y complejidad, la transformación será distinta a cualquier cosa que el género humano haya experimentado antes”.

Ciertamente no se puede ser más certero en unas predicciones. Después de todo, en 50 años la sociedad se ha transformado de tal suerte que apenas si queda algún vestigio social y tecnológico de aquel 1975. Incluso la ideología ha experimentado un giro copernicano a la hora de entender el mundo. Una mutación que se inició con las victorias electorales de Margaret Thatcher 1979) en Gran Bretaña y Ronald Reagan (1980) en EE.UU. Ambos gobernantes protagonizarán la revolución conservadora que modificará tanto la economía mundial como las relaciones internacionales. La Dama de hierro y el último cowboy, avalados por su éxito económico y el colapso soviético (1991), sembrarán el germen de un hedonismo consumista, insaciable, vulnerable, manipulable e insolidario con los desfavorecidos.

Desacreditado el marxismo, alter ego socio-económico del capitalismo, éste se ha quedado en el tablero occidental como único sistema reconocible en la práctica política y la democracia liberal como única ideología aplicable como sistema de gobierno, como bien anticipó en 1989 semanas antes de la caída del Muro de Berlín, Francis Fukuyama en su célebre artículo ¿El fin de la historia?:

“Lo que podríamos estar presenciando no sólo es el fin de la guerra fría, o la culminación de un período específico de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.

Hemos vivido, por tanto, tres etapas fundamentales (por poner una fecha concreta) a partir de 1975: Ideológica; económica y científica, que ponen en valor, para bien o para mal, a la democracia, al consumo y a la tecnología. Factores y vicisitudes que han contribuido a dibujar un escenario convulso en estos últimos 50 años. Definen bien el escenario actual porque ideología o democracia, economía o consumo y conocimiento o tecnología van hoy de la mano de la globalización sobre la que se ha dicho que tiene potencial para mejorar la vida de todos, “siempre y cuando se maneje de forma adecuada”, en palabras de quien fuera vicepresidente del Banco Mundial y director del Consejo Asesor de Clinton, Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001, quien reconoce, sin embargo, que los resultados no son tan felices como era deseable:

“Lo que preocupa es que la globalización esté produciendo países ricos con población pobre”.

Un futuro sin humanismo ni meritocracia

Somos lo que hemos construido, destruido y deconstruido a lo largo de la historia. Cada generación es heredera de los logros y descubrimientos de las precedentes. Como decía Isaac Newton en 1675: “Si he visto más lejos, es poniéndome sobre los hombros de Gigantes”. Pues bien, ¿sobre qué gigantes, ideas, principios y valores se han puesto algunos dirigentes políticos y económicos para llegar al momento actual?

Observando los últimos 50 años se han construido las redes sociales y un flujo informativo lleno de mentiras; entre lo destruido se contabiliza la igualdad y la meritocracia; mientras el neoliberalismo ha deconstruido el estado de bienestar y la democracia liberal de tal suerte que el panorama mundial se ve desprovisto de humanismo (no confundir con humanitarismo) y da la razón al llamado Trilema de Rodrik, postulado por el economista Dani Rodrik, asegurando que no se puede optar, al mismo tiempo, a la democracia, la soberanía nacional y la globalización económica. Las tres opciones simultáneas son incompatibles por lo que nos veremos obligados a una de ellas. La lógica nos dice que perderá la más débil. Es decir, la democracia.

Los entornos y las experiencias de la globalización económica y tecnológica atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, la clase y la nacionalidad, la religión y la ideología. Se puede decir que la globalización une a toda la humanidad en una multitudinaria red social que nos individualiza y polariza a la derecha e izquierda. Se trata de una contradicción paradójica orquestada por quienes son incapaces de resolver los conflictos sin utilizar la violencia. Es negar la igualdad de la diversidad imponiendo su uniformidad. Es la unidad de la desunión que nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración sin ver en el horizonte solución alguna.

Quizás por ello, para terminar, me refugie en las ideas de José Antonio Garrido, mi buen amigo y mejor maestro, quien ante una sociedad que ha padecido tantos conflictos sin encontrar una solución necesita, en su opinión:

“Una profunda reflexión que busque ser la base para producir un cambio radical de tendencia que nos conduzca a definir un nuevo orden en el cual el capitalismo, sin perder ninguna de las virtudes que han constituido el gran avance económico, industrial y tecnológico, sobre todo en el último tercio del siglo XX, desarrolle también una profunda cultura de ‘promoción de la justicia’ a partir de una solidaridad práctica que trate de reducir el gap entre países ricos y pobres”.

Periodista