LA campaña electoral para las elecciones del 23 de julio puede competir con honores por el premio a la más insulsa e inane de la historia desde que inicio el régimen del 78. Los gritos e insultos de opereta, la polarización, las mentiras y los mensajes vacíos de cualquier contenido relevante que se imponen en la campaña estatal solo sirven para tapar la completa ausencia de propuestas de cambio estructural. Ni la reforma ni por supuesto la revolución están en la agenda, ni política ni económica, de ninguno de los contendientes a la presidencia del gobierno español. En particular los discursos de los líderes de los dos principales partidos, aparentemente tan enfrentados, asemejan más a una discusión de patio de vecinas que a la existencia de modelos de organización social enfrentados.

Los partidos del bipartidismo son conscientes de que tienen poco que ofrecer a unos electores poco ilusionados, salvo más austeridad (ambos), mayor control gubernamental sobre la vida de las personas (uno), mayores rebajas fiscales para las empresa en particular as de la oligarquía española (el otro), y más miseria cotidiana para la vida de la gran mayoría de la población (ambos de nuevo), con algunas ayudas personales (el uno) o a las familias (el otro) para hacer más llevadero el sufrimiento cotidiano.

El control corporativo de los principales medios de comunicación social está sirviendo para obligarnos a elegir entre dos mediocridades con perfiles personales muy diferentes pero con una vocación de gestión de los asuntos públicos muy similar: se trata de gestionar el tinglado hasta que pasen el turno a otros mediocres y puedan, aprovechando las puertas giratorias, pasar a mejor vida que la que garantiza los magros ingresos salariales de presidente de gobierno español. La campaña mediática, antes que la electoral, lleva mucho tiempo intentando condicionar a los potenciales votantes para que voten no a aquél a quien quieren, sino contra aquel otro a quien se les ha condicionado a odiar.

Allí donde hay alguna tercera opción de liderazgo, no de acompañamiento a los dos bipolares, esta es vista desde los medios corporativos y desde los partidos como una anomalía, que se ha conllevar con cierta resignación (dice el uno) o sufrir con malhumor (según el otro).

Cualquier tema susceptible de genera controversias en torno a asunto reales ha sido convenientemente eliminado del debate electoral: ni la sumisión política a Estados Unidos, ni los errores de la política española en el norte de África o en Latinoamérica ni el previsible impacto laboral de la eliminación de los automóviles de combustión con el cierre de gasolineras, transporte de combustible, talleres de fabricación de piezas que desaparecen en los autos eléctricos, ni los juegos de guerra que están elevando el peligro del holocausto nuclear, ni… de nada relevante se habla, ni siquiera superficialmente, en una campaña centrada en una guerra cultural mal definida y con campos enfrentados un tanto entrelazados.

Y por supuesto, un velo de silencio cubre el hecho de que las principales decisiones económicas que se adoptan en el país están condicionadas por las políticas definidas por una institución tan poco democrática como la Comisión Europea, un verdadero consejo de ministros, que no ha sido elegido por los votantes europeos, y tampoco está previsto que lo sea en el futuro, parcialmente autónomo en sus decisiones, pese a la tutela a la que se debe por parte del Consejo de los gobiernos estatales.

Cualquier referencia que pudiera hacer un líder político en campaña a las políticas del BCE sería causa inmediata de ataques mediáticos masivos y de muerte electoral. El BCE es un organismo aún menos democrático que la Comisión Europea, pues ni siquiera tiene los frenos parciales que le puedan imponer los gobiernos democráticos de la UE, y por el contrario acepta abiertamente las presiones de los banqueros, sin que estos tengan que registrarse como lobbies, cosa que si ocurre con la Comisión. Pues bien, el BCE ha decidido mantener las medidas más desgastadas y obsoletas del arsenal monetarista, pretendiendo frenar una inflación surgida por la subida de los costes de producción con medidas orientadas a reducir las inversiones y la demanda –algo así como pretender frenar un ataque de tos dejando de respirar–. No importa cuánto sufrimiento puedan estar provocando estas medidas en las familias hipotecadas y pequeñas empresas endeudadas, porque las oligarquías financieras son los principales beneficiarios y porque siempre se puede acusar a los gobiernos de ser responsables de las consecuencias de las políticas inapelables del BCE, para dejar paso a los otros, que van a mantener la misma sumisión a las políticas decididas por organismos no democráticos, en el mejor de los casos apelando al estrecho margen de maniobra que permiten desde el Consejo las reglas del juego establecido.

Los datos de la Comisión Europea indican que la deuda pública comunitaria se sitúa en el 109%, del PIB, lo que está muy lejos del 120% del año de la pandemia o el 113% del año de inicio de la guerra de Ucrania. Según estas previsiones, para 2024, año de transición hacia el regreso del ajuste duro, las administraciones públicas europeas tienen que gastar unos 65 mil millones de euros menos que este año, de los cuales 5 mil corresponden a España. Los recortes están pues de nuevo encima de la mesa, pero los principales actores políticos en campaña parecen estar de acuerdo con el nuevo giro hacia la austeridad, porque ni lo mencionan. Si acaso, habrá algunas pequeñas diferencias en relación a donde aplicar los recortes: en transferencias a empresas o en salarios públicos si gana Sánchez, en inversiones y en pensiones si gana Feijóo. En educación los unos, en sanidad los otros.

Sorprende que tras varias décadas de desastres generalizados con su aplicación (desde la década perdida en Latinoamérica al caos social y económico en Grecia) la general aceptación de la lógica del ajuste se mantenga incólume, salvo en algunas referencias más o menos retóricas de fuerzas periféricas.

Este año, los gobiernos de la UE van a gastar 290 millones de euros en intereses por la deuda, para el año que viene, tendrán que apoquinar 315 mil millones de euros en intereses (a España, por su parte, le tocan 35 mil millones este año y 36 mil millones el próximo, posiblemente más). Una cantidad enorme: pensemos que el programa Next Generation que según la Comisión “es más que un plan de recuperación: es una oportunidad única de salir reforzados de la pandemia, transformar nuestras economías y sociedades, y diseñar una Europa que funcione para todos” prevé subvenciones por valor de 56 mil millones de euros de media anual entre 2021 y 2026.

Los errores garrafales de la política de ajuste impuesta tras la Gran Recesión de 2009 no se han cobrado ninguna víctima política relevante. Ni siquiera ha generado el suficiente debate social como para obligar a pensar en otra forma de gestionar las crisis para la nueva recesión resultante del desorden en las cadenas globales de valor a consecuencia de la pandemia y de la decisión de renunciar a las materias primas rusas de bajo coste y sustituirlas por otros proveedores más caros por parte de los políticos de la UE. La receta que se va a aplicar es conocida, aunque no mentada en campaña: recortar en salarios y prestaciones para honorar el servicio de la deuda, es decir, aumentar las transferencias desde las familias trabajadoras hacia los rentistas y sus banqueros.

Por supuesto, los medios de comunicación corporativos se esforzarán por aparentar que esas políticas son las normales, las únicas posibles y razonables. En ningún caso se puede admitir que estas cuestiones sean objeto de debate político institucional, y mucho menos temas de discusión electoral.

Mientras nos entretenemos con las vanidades de la política, otros están pensando –sin los ciudadanos, sin su opinión ni su consenso– las verdades de la política. Debilidades de la democracia realmente existente. l

Profesor titular de Economía Política en UPV/EHU