HACE un par de décadas tuve como compañero de taxi a un aprendiz de “mesías”. Bajo un calor sofocante viajábamos en un vehículo grande compartido por personas de diferentes nacionalidades. La furgoneta nos trasladaba del aeropuerto internacional Ben Gurion a la capital, Tel Aviv. El hombre, devenido en predicador durante el corto viaje, era un joven de unos treinta años. Acababa de dejar Nueva York y regresaba a la tierra de sus antepasados. Sus escasos diez minutos de experiencia en su nuevo país habían desatado sus emociones y su lengua. En voz alta clamaba por la expulsión de los palestinos de la tierra sagrada en medio de un silencio sepulcral del resto de los pasajeros. Ninguno de los viajeros se atrevió a intervenir en aquella infame perorata, pero todos salimos del taxi al galope a pesar de nuestros bultos y maletas. Aquel individuo había llegado para vivir Israel desde dentro, o eso decía él. Su destino era un asentamiento en Cisjordania.

Desde hace años la violencia de los colonos israelíes ha ido en aumento así como las tierras que ocupan. El furor contra el pueblo palestino es indiscriminado. Más de un 70% son judíos ultraortodoxos o sionistas religiosos; los laicos son minoría. Su discurso plano nace del odio, del miedo y de la intolerancia. La democracia es para ellos más un impedimento que un objetivo. Muchos colonos están dispuestos a destruir su país, Israel, antes de renunciar a sus “derechos” sobre la Tierra Prometida. Los asentamientos en tierras ocupadas siempre han sido una bofetada a cualquier plan de paz en la región, pero los diferentes gobiernos de Israel no quieren oír hablar de ello.

Tuve, entonces, la ocasión de visitar uno de aquellos asentamientos. En aquellos años existían 145 asentamientos en territorios ocupados a los palestinos. La mayoría de ellos estaban en Cisjordania; hoy sobrepasan los 200. Casi medio millón de israelíes viven en ellos. Todos ellos son considerados ilegales por las leyes internacionales. En numerosas ocasiones se han construido a costa del desplazamiento de palestinos y de las demoliciones y expropiaciones sin indemnización de las tierras.

A través de un colega, entonces corresponsal en Jerusalén, pude pasar un largo día en el asentamiento de Beit-El (casa de Dios, en hebreo) con mis anfitriones Yedud Freiman y su mujer Einat, padres de cinco niños, de entre once y cuatro años. El promedio de hijos es alto ya que el Estado de Israel concede importantes facilidades para la adquisición de una vivienda. La biblioteca de la casa estaba llena de libros religiosos; el mundo contemporáneo parecía no tener cabida entre los estantes. Su interpretación de la realidad era, también, muy particular: “La convivencia con los palestinos no es posible, tenemos culturas muy distintas. Los judíos respetamos la vida, los palestinos no”.

Hace tan sólo unos meses en Huwara (Cisjordania), una turba de colonos asesinó a un ciudadano palestino y quemó más de setenta casas. Se trataba de una acción de represalía por otro ataque palestino que había dejado dos colonos muertos. La muchedumbre arrancó los olivos de las tierras palestinas, mató un rebaño entero de ovejas, y finalmente, bailó himnos religiosos delante de las casas calcinadas de sus vecinos. Previamente a la orgía de violencia, el ministro de Finanzas de Israel y líder colono, Bezalel Smotrich, había pedido atacar la zona sin piedad con la ayuda de tanques y helicópteros. Esta vez no hizo falta la ayuda del ejército, el pueblo quedó igualmente destrozado.

En los seis meses de gobierno de Benjamin Netanyahu, que preside ahora el gobierno más derechista de la historia de Israel, su administración ha dado luz verde a la construcción del mayor número de asentamientos en Cisjordania. No es casualidad, Netanyahu lidera al país gracias a los grupos más radicales del integrismo religioso.

Aún así, muchos colonos acusan al gobierno del primer ministro y al propio ejército de no garantizar su seguridad. Las facciones más extremistas exigen no sólo la ley del Talión: “ojo por ojo y diente por diente”, sino la expulsión total de los palestinos de sus tierras. Quienes lanzan las acusaciones más graves son precisamente los colonos ultraortodoxos que no pagan impuestos, están exentos de servir en el ejército y son financiados constantemente por el Estado. Una buena parte de la población empieza a estar harta de ellos.

Dice el escritor y ensayista israelí, David Grossman, nacido en Jerusalén, que las política tan favorecedora de los intereses de los colonos llevadas a cabo por Netanyahu puede romper la hasta ahora indiferencia de la mayoría de los israelíes ante la ocupación de las tierras palestinas.

Y he recordado la anécdota de que cuando bajamos de aquel taxi al galope para no seguir escuchando el discurso del “aprendiz” de mesías, el conductor del taxi, judío sefardí, se dirigió a él para decirle que el principal problema de Israel era la llegada al país de tipos como él. No escuché nada más, pero me pareció que no estaba equivocado. l

Periodista