Hay cosas que pasan sin que, aparentemente, tengan un sentido determinado. O, al menos, no hemos llegado a planteárnoslo. ¿Por qué –por ejemplo– el nuevo año comienza el primer día de enero? ¿Por qué no en septiembre? ¿A quién se le ocurrió tal gracia?.

Para averiguarlo deberemos echar la vista atrás para encontrar a los dos protagonistas de la historia que están en casi todo lo que ocurre en nuestra civilización occidental; los romanos y la Iglesia católica.

En esto de los calendarios y más concretamente en la tasación del tiempo, los romanos fueron especialmente productivos.

Los pueblos de la antigüedad celebraban sus fiestas y rituales con ocasión de los momentos del solsticio y el equinoccio debido, fundamentalmente, a la cosmogonía naturalista de sus mitologías, una filosofía en la que se relacionaba la primavera y el invierno con el ciclo de la vida y la muerte. Para estos pueblos, el año finalizaba con la recogida de la cosecha, su almacenamiento como acopio para el tránsito del invierno. Y, en consecuencia, el nuevo ejercicio comenzaba con los trabajos de preparación de la tierra de cara a proveer una nueva colecta. Precisamente por esta concepción, los romanos y muchas otras civilizaciones celebraban el comienzo del nuevo año en marzo, coincidiendo con el equinoccio y el comienzo de la primavera y con una naturaleza más desbordante.

Sin embargo, en el año 153 a de Cristo, se produjo el cambio que aún perdura. Roma acostumbraba a elegir a sus “cónsules” al comienzo de se nuevo año pero durante la segunda guerra contra los celtíberos de Hispania, un general –Quinto Fulvio Nobilior– pidió al Senado que adelantara tal nominación al invierno para poder organizar el envío de tropas y preparar la campaña militar que acabaría en primavera con la toma del bastión del pueblo belo en Segeda (Zaragoza).

Así fue. Pese a que la plebe siguió celebrando el comienzo del año en la fecha habitual , el Senado adelantó el comienzo del año político de los “idus de marzo” a las “calendas” de enero (primera luna nueva).

Un siglo más adelante, en el 46 A.C. , llegaba la reforma del calendario romano (juliano) con enero como principio de todo en honor al dios Jano, la deidad de dos caras que simbolizaba la mirada hacia el pasado y el futuro. Era, precisamente, tras el solsticio de invierno, cuando los días comenzaban a alargarse dando paso a un prometedor futuro. Tal calendario se difundió por todo su vasto imperio hasta que apareció en escena, el segundo protagonista de la historia, la Iglesia católica.

Tras la caída del imperio romano, el cristianismo se extendió por todo el mundo occidental –hasta Constantinopla–, imponiendo sus dogmas y modos de vida. Para sus doctores filosóficos, el 1 de enero como inicio del nuevo año resultaba una exaltación de lo pagano así que acabaron con tal principio. Por todo ello, en muchos de los países en los que dominaba el cristianismo se marcó el inicio del año el 25 de marzo, fecha en la que la Iglesia conmemoraba la aparición del arcángel Gabriel a la Virgen María. La “Anunciación” –la noticia a María de que va a dar a luz a una nueva encarnación de Dios– se revela entonces como el inicio de la historia de Cristo y , por lo tanto, en principio de una nueva era, un nuevo año. Sin embargo, tal pronunciamiento teológico aplicado a la vida corriente fue conjurado en el siglo XVI cuando un Papa, Gregorio XIII, introdujo el calendario que lleva su nombre restableciendo el 1 de enero como año nuevo en los países católicos.

Desde entonces, aquí estamos soportando galas televisivas horrorosas de medianoche, atragantamientos con las uvas de campanada y la espera para escuchar el concierto de Año Nuevo acompasando de palmas los valses de Strauss mientras los esquiadores aguardan a saltar desde el trampolín de Garmisch-Partenkirchen.

La tradición nos dice que el cambio de almanaque trae consigo los nuevos propósitos, las promesas quiméricas que duran menos que un suspiro y las felicitaciones “urbi et orbe” que inundan redes sociales y mensajerías móviles. Pero lo cierto es que, por mucho que se intente establecer un nuevo punto y aparte en la vida de las personas, nada supone un inicio o un nuevo devenir. Al menos, en la política no es así.

El ejercicio que estrenamos será una proyección de la actividad que venimos arrastrando en los últimos meses y hasta en los últimos años. En el Estado nada supondrá novedad. Las trincheras siguen establecidas con profundidad y pese a los esfuerzos de unos y otros por derribar al adversario, el panorama no variará sustancialmente. Pedro Sánchez continuará con su papel de prestidigitador sacando medidas sociales de su chistera. En tanto en cuanto que los más de 30.000 millones de recaudación excepcional no incluida en presupuesto le permitan seguir tirando de talonario, continuará con su estrategia de favorecer el “escudo social” que espera le consolide electoralmente en la próxima legislatura. Eso y la púrpura comunitaria que le conferirá la presidencia de turno de la UE en el segundo semestre del año en curso.

Por el contrario, a Núñez Feijóo se le puede hacer de noche esperando que llegue el cataclismo económico tan repetidamente augurado. El PP necesita algo más que el catastrofismo para reforzar su opción de alternativa. Necesita solvencia en sus planteamientos y eso parece resultar incompatible con el “hooliganismo” que alimentan sus entornos mediáticos y territoriales.

Por lo tanto, nada nos será nuevo, por desgracia, en este primer tramo de 2023. Tendrá que llegar mayo, y las elecciones municipales y forales (aquí) y autonómicas en el Estado, para que el año empiece de verdad.

En la política estatal, las urnas de mayo suponen la cita inaplazable para conocer si la continuidad socialista es posible o si por el contrario cabe el vuelco popular. Sánchez y Feijóo se juegan la cabeza. El primero, porque necesitará un voto más en el Estado que su oponente. Y, después, precisará más que nunca, sumar a todos los que hasta ahora le han prestado su apoyo. Y el segundo porque en su intimidad el gallego ha confesado que si fracasa en su propósito de superar a los socialistas se iría a casa.

En Euskadi también habrá un punto y aparte. Pese a que todos los indicios señalan a que el PNV mantendrá su fortaleza institucional, hay apuntes interesantes que los jeltzales han de atender. Después de un largo y amplio proceso de escucha activa –Entzunez Eraiki– y de asumir a modo de autocrítica importantes aportaciones de los grupos atendidos, los nacionalistas deberán ahora dar forma a las propuestas reclamadas por la ciudadanía. Y, por si fuera poco, hacerlo desde equipos nuevos y con una perspectiva de género donde , por primera vez, las mujeres ocupan mayoritariamente las principales candidaturas.

Si la renovación y la autocrítica son elementos de incertidumbre, el nacionalismo vasco se enfrenta a una sensación social –no se sabe si mucha o poca– que asume la vocación de eliminar del poder al PNV. No ya los partidos de oposición, que legítimamente buscan su oportunidad electoral. Me refiero a grupos mediáticos o de cuadros sectoriales que no ocultan su preferencia por la alternancia política en Euskadi. Son cada vez más los que tratan de alinearse en una alternativa –sea cual fuere– que descabalgue al PNV del poder. Y eso va a suponer para los nacionalistas un desgaste todavía no identificado.

Esa confluencia de “todos contra el PNV” puede beneficiar en el ámbito electoral a EH Bildu, la única formación que parece encontrar espacio de mejora, siendo Gipuzkoa y Nafarroa sus principales ámbitos de competencia. Además, EH Bildu tendrá terreno abonado para recuperar voto de la “izquierda alternativa” de Podemos, una formación a la que se le percibe como una “panda” desnortada de individuos atípicos que solo sabe de consignas y retórica de protesta, incapaces de representar alternativa positiva alguna.

Y para completar el orfeón —del PP de Iturgaiz ni hablamos—, aparecen los socialistas de Andueza que se han sumado al carro creyendo que menoscabando la imagen de su socio de gobierno encontrarán su nicho electoral. En lugar de poner en valor la estabilidad institucional alcanzada, los socialistas han apostado por un erróneo análisis por el cual confían que, debilitado el PNV en el próximo mandato sus escaños tengan mayor valor para arrancar de los nacionalistas mejores condiciones de pacto.

Un cálculo, una incógnita que aún deberá esperar un tiempo porque el nuevo año en Euskadi empezará pasado mayo. Y eso, en política es todo un mundo. l

* Miembro del Euskadi Buru Batzar de EAJ-PNV