La guerra se inició en el mismo centro de la ciudad, cuando el general Emilio Mola salió al balcón del Palacio de la Gobernación rumbo a la calle Mayor y llamaba a la insurrección con un mensaje de radio y la rotativa de Diario de Navarra a la par que la plaza del Castillo se llenaba de requetés.

Decía Saramago que “se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia”. Es algo de lo ocurrido en estos años, no solo con los grandes acontecimientos de dolor y sufrimiento en la guerra y posguerra fundamentalmente con los hombres, sino también y sobre todo con sus familias, mujeres e hijos menores, de lo que muy poco se ha hablado y menos contado. Todos tenemos algún episodio de sufrimiento familiar en el pasado. En mi caso, narré lo que vivió mi familia materna en Zarautz cuando a mi amona le encerraron con otras 27 mujeres en el convento de las Clarisas durante nueve meses al entrar los falangistas en septiembre de 1936, a mi ama le cortaron el pelo al cero y al final, y después de saquear su casa, las expulsaron y llegaron a Iruña con lo puesto en plena orgía de sangre y odio en la Pamplona sometida a aquel asesino llamado Emilio Mola.

Y como me han pedido que continúe la historia, lo hago esta vez con el propósito de destacar la solidaridad abertzale en una Iruña donde imperaba el terror y por aportar algo más a este Memorial.

Fue así. Viviendo nueve meses en aquellas circunstancias tan precarias, un día el coronel llamó a mi ama y sus dos hermanas al cuartel para decirles que habían sido expulsados de Zarautz. Porque sí. Era la ley de la fuerza de los vencedores de toda guerra. “Quedan ustedes despachadas, elijan donde van. Y además se van a pagar ustedes su viaje de expulsión”. Ellas contestaron que podían ir a Etxarri Aranaz, pues allí vivía un familiar. “Eso es lo que vosotros quisierais. Etxarri Aranaz está al lado de la frontera y lo que vosotros buscáis es escaparos. Ni hablar”, contestó aquel déspota.

“¿Y a Pamplona?”. “Ahí si, que es zona nacional”, replicó.

Habida cuenta de que el gran piso donde vivían en la Plaza de la Música de Zarautz era del banco, les ordenaron que dejaran sus cosas. Azkue accedió a que ocuparan una habitación con vestidor. Y se pasaron la noche con ayuda de una chica y de la familia Ugarte recogiendo los muebles de una casa que les había pertenecido. Una familia formada por siete personas, estaba reducida a una madre y tres hijas muy asustadas. Parecía mentira.

Hecho este trabajo, fueron avisadas a las diez de la mañana que debían irse a Pamplona, pero como la madre, mi amona, continuaba encarcelada en las Clarisas, sus tres hijas le dijeron al déspota que sin la madre no salían de Zarautz. Arantza fue donde Echeverría, que había ocupado el puesto de su padre en el banco. Este, que ya les había ayudado en otras ocasiones, intervino para lograr la libertad de la madre que fue sacada del Convento de Santa Clara. Llegó destrozada. La habían liberado del cautiverio para su directa expulsión desde la estación del tren. Como se ve, los de la Santa Cruzada actuaban con gran caridad. Acto seguido, desvalijaron el piso. Se llevaron todo. Solo se salvó el piano que se lo había pedido a Arantza el padre Garmendia que había sido su profesor de música. Más tarde se lo devolvió para que lo vendieran. Lo vimos en la visita a los Franciscanos.

Con la familia Ugarte y unos primos, pagado ya el viaje y con dos falangistas de custodia, fueron a la estación. Así dejaron Zarautz en un viejo cacharro de vapor de un tren de cercanías conocido como el Plazaola, para llegar de noche a la gris y sometida Iruña. Gracias a Nicolás Ugarte, pudieron pasar la noche bajo techo. Este les había dado una carta de presentación para un primo suyo que vivía en Pamplona en la calle San Antón, en la parte vieja de Iruña, y que se llamaba Luis Sarasua. Trabajaba en un bar, “El Espejo”, donde se podían comer buenas banderillas. Así pudieron dar los primeros pasos.

Debió de ser dramática aquella llegada de noche a Pamplona, con mucho miedo, sin conocer a nadie, perseguidas, con poco dinero, acompañadas de policías secretas y tras haberle amonestado a la madre porque le había hablado en euskera a su hija Arantza. “Hable usted en cristiano”, le dijo aquel esbirro.

En Iruña les recibieron sorprendidos Don Luis y Doña María Sarasua. Cuatro mujeres, de noche y de aquella manera. Cansadas del viaje, con la madre, tras nueve meses de cautiverio, Itziar con un pañuelo en la cabeza, la hermana Arantza con cara de pocos amigos por el sufrimiento, y la pequeña hablando como una cotorra en mal castellano y diciendo que les habían expulsado por ser nacionalistas. Ellos, navarros, no lo entendían, pero les alojaron en su casa diciendo: “mañana, Dios dirá”. En esta casa pasaron unos días, pero como no tenían dinero para una pensión, pues costaba 14,50 ptas. por persona, la madre alquiló una habitación con derecho a cocina en la calle Mercaderes con lo poco que tenían.

En Pamplona José Luis Larumbe, al que habían conocido en Aizarnazabal, les había conseguido esta solución con dos camas y un catre. Tenía una terraza desde la cual se divisaba el fuerte de San Cristóbal, siniestra cárcel para republicanos y nacionalistas. Con el tiempo mejoraron las condiciones. Establecieron relación con el golpeado mundo nacionalista clandestino, que con la discreción debida, en una situación de guerra y férrea dictadura, a pesar de todo, les ayudaron. Una de estas fue la familia Cunchillos. Santiago Cunchillos, abogado, había sido concejal del PNV de Pamplona en la República, secretario general de la Diputación, tomó parte en la redacción del estatuto Vasco. Tuvo que exiliarse con su familia a Buenos Aires.

Como en el piso había hasta “pichis” (guardias), no podían hablar en euskera. A la pequeña Begoña la metieron en las escuelas públicas donde una de las profesoras se interesó por la cría, al contarle ésta su historia y el cuadro familiar en que vivían. Petra Menaya era una de las emakumes nacionalista que dio la voz. A partir de ahí no les faltó nada. Cestos de comida y asistencia. Un rayo de buen sol en aquella noche. La pequeña Begoña solía ir con la familia Cunchillos a su casa y los domingos pasaba con ellos la jornada yendo de pueblo en pueblo, paseando y volviendo a casa con verduras, cosas de droguería, dinero y sobre todo apoyo.

En la pensión había dos guardias de asalto que lo habían sido en tiempos de la República. Había además gente diversa y agradable, lo que les permitió en aquellas duras circunstancias ponerse a coser y con ello sobrevivir dignamente a la pesadilla que estaban viviendo como si ellas, una madre y tres hijas, fueran culpables de algo.

Itziar cosía pero también enfermaba. Víctima de un reuma, se había quedado sin poder moverse. Eso no fue óbice un día en que sonó la alarma ante el posible bombardeo de la ciudad por la aviación republicana. No supo de qué forma, el caso es que bajó las escaleras desde un quinto piso en un suspiro olvidándose de todos los males. Para subirlas nuevamente, le tuvo que llevar en brazos, al sexto piso, uno de los guardias de asalto. Puesta en manos del médico Ángel Irigaray, éste le atendió y curó.

Uno de esos días y mientras bajaban las escaleras precipitadamente, su hermana Arantza se quedó en la terraza para ver el siniestro espectáculo aéreo, mientras los vecinos se atropellaban. En eso apareció un hombre con una carta. Eran las letras de su padre, Francisco Olabeaga, reclamándoles pasar “al otro lado”. El contrabandista llegaba poco después de la muerte del general Mola. El funeral que habían visto y que había sido toda una convulsión en la Pamplona de la cruzada, les había impresionado.

Aquella nota, cogida con todas las reservas del caso, les originó una discusión. La madre quería aventurarse, pero Itziar no. Aquello podía salir mal y empeorar las cosas, y además, en Pamplona iban poco a poco rehaciendo su vida, la ciudad estaba bajo dominio carlista y por tanto franquista, ya que el requeté había acabado en la guerra con cualquier disidencia a sangre y fuego. La cosa, pues, no era fácil. Ante aquello, la familia estaba dividida. El padre, en Barcelona, terminaría dejando aquella ciudad, y de sus hermanos, nada sabían. “Estarán en la guerra”, con lo que esto suponía.

El escultor Oteiza solía decir que en la sociedad vasca hay dos personajes representativos. Uno es el secretario municipal, el hombre que hace el país. El otro es el contrabandista, el que lo presenta al exterior.

Pues bien, en aquellas circunstancias, con aquella frontera tan vigilada y en plena guerra, funcionaban a tope los contrabandistas. Lo mismo pasaban un resistente, un periodista inglés, que tabaco, aunque lo habitual no fuera una madre con tres hijas. Para hacer esto, el padre, desde San Juan de Luz había hablado con el Gobierno Vasco y con la red de pase de fronteras, y había hecho las gestiones para que pasaran a su familia. Y no le salió gratis el empeño. Por cada una tenía que pagar 8.000 pesetas de la época. Una fortuna.

Contaremos este pase de película.l

* Diputado y senador de EAJ-PNV (1985-2015)