E L país –Euskadi– estaba sumido en una profunda crisis. Los sectores industriales estratégicos se habían caído uno detrás de otro y la secuela de paro, de inactividad y de desánimo se dejaba ver en una sociedad agotada. Había que salir del agujero. Buscar la luz en toda aquella penumbra. Esa era la principal función de quienes por entonces lideraban las instituciones vascas. Desde mi puesto de trabajo en la diputación vizcaína era testigo de los esfuerzos constantes que se realizaban para atraer proyectos industriales y de todo tipo que permitieran dar un respiro a aquella angustiosa grisura. Se pretendía revertir un panorama en el que una de cada cuatro personas en edad de trabajar estaba en paro. Y para ello, todo empeño era poco. Se soñaba con una planta dedicada a la automoción. Delegaciones empresariales de un lado y otro llegaban a Bilbao. La fiscalidad era un atractivo, pero, además de la calidad y la competitividad de los servicios requeridos para que los proyectos fueran viables, había que buscar la opción completa que ofreciera garantías de calidad de vida para los directivos y familias. Y, en su caso, poner a disposición el suelo necesario y modernizar las infraestructuras.

Una compañía norteamericana recaló en Bilbao interesada en encontrar un fabricante de alas para sus aeronaves. El problema era dónde construir aquellas piezas enormes y cómo transportarlas hasta el puerto. Para ello se localizó un polígonos virgen en Amorebieta y se hicieron pruebas de transporte por los túneles de Malmasin. Una odisea, que desgraciadamente no terminó de fraguar. Americanos, alemanes, coreanos… visitaban el Palacio foral, en la Gran vía bilbaina con un proyecto bajo el brazo y la demanda de un abanico de contrapartidas.

Entre aquellas delegaciones pintorescas apareció por extrañas conexiones un individuo peculiar. Era un tipo alto. Vestía traje oscuro, deportivas, gafas de sol y una gorra. Su imagen resultaba un tanto excéntrica y poco simpática. Se llamaba Thomas Krens y representaba a una de las fundaciones culturales más importantes del mundo, la Solomon R. Guggenheim. Yo jamás había escuchado tal nombre. Ni sabía de su existencia, pero pronto me pusieron al día. Aquella organización de nítida procedencia judía poseía una de las colecciones de arte moderno más importantes del planeta que se exponía en Nueva York y en Venecia.

Mucho más que un museo

Por entonces, su reputado patronato buscaba establecer una nueva sede para su atesorado arte en Europa, habiéndose sondeado a Salzburgo como primera ciudad candidata. Pero la falta de financiación para poner en marcha un proyecto de envergadura acabó con dicha alternativa. Diversas carambolas del destino hicieron que la idea llegara a Euskadi.

La primera visita de Krens dio origen a nuevas citas y así, nos acostumbramos a ver al enigmático americano acompañado por el siempre servicial Pedro Ruiz Aldasoro. Juan Luis Laskurain, a la sazón diputado de Hacienda, asumió el papel de interlocución institucional. Él y su equipo, en el que se encontraba Juan Ignacio Vidarte, comenzaron a desplegar todos los argumentos y “oportunidades” que Bizkaia ofrecía al proyecto. La institución foral buscaba un proyecto tractor y como tal utilizó su mejor valor (el Concierto Económico y la competencia fiscal y tributaria) para pujar por aquella idea que para algunos resultaba descabellada.

Los avatares se sucedieron de forma rápida gracias a la tenacidad y el empeño de equipos humanos que nadaron a contracorriente y que creyeron ciegamente en la viabilidad, el acierto y la potencialidad de un proyecto cuyo éxito hoy todos celebramos. La verdad es que visto con perspectiva, aquello fue un milagro. Lo fue encontrar un terreno como el ocupado por la vieja fábrica de maderas en la campa de los ingleses. Maravilla fue dar entre los arquitectos con Frank Gehry, quien en una servilleta y a rotulador bosquejó las primeras líneas de un edificio singular. Excepcional, el respeto, el entendimiento y la confianza de las autoridades norteamericanas a la singularidad de las instituciones vascas. Una relación que terminó cuajando en diciembre de 1991, cuando ambas partes cerraron un compromiso de intenciones.

Aquellos momentos primigenios del Guggenheim-Bilbao fueron intensos, difíciles y extraordinariamente conflictivos. En cuanto se conoció públicamente la posibilidad de que Bilbao acogiera un museo de impacto mundial fueron numerosas las voces que se alzaron para calificar de disparate aquella pretensión. Las críticas arreciaron sin piedad. Recuerdo con amargura las constantes informaciones del diario cabecera de Vocento desconfiando de la bondad del proyecto y de su viabilidad. Hoy, afortunadamente, nadie pasa factura de la injusticia de aquel sesgo informativo. Pero hay cosas que no se olvidan.

El genial Jorge Oteiza llegó a calificar la colaboración de las instituciones vascas con la fundación neoyorquina como un “negocio nauseabundo”. Hasta el Partido Socialista, socio en el gobierno del PNV, se desvinculó inicialmente de la iniciativa por considerarla “desproporcionada”, “errática” y propia de la “megalomanía” jeltzale.

Soy consciente de que los socialistas, aunque por lo bajini, nunca se han sentido cómodos con la colaboración con la fundación Guggenheim. Un ejemplo de esto es la desafección que, consciente o inconscientemente, ha trasmitido Patxi López, quien siendo lehendakari y presidente del patronato, jamás se ha sentido identificado con el museo bilbaino. Por no hablar de su entonces consejera Blanca Urgell o del exviceconsejero Rivera, que no evitaron calificativos –“política cultural pazguata”– a las decisiones asumida hasta entonces por las instituciones vascas, no sintiéndose concernidos con el acuerdo con los americanos, y pretendiendo, sin éxito –afortunadamente–, que la pinacoteca bilbaina perdiera su apellido y sus lazos con la Solomon R. Guggenheim Fondation.

Del mundo de la política recordar, igualmente, que el por entonces portavoz de Herri Batasuna, Floren Aoiz tildó al proyecto de “antivasco”, liderando un estado de opinión que llamaba a la movilización contra el “colonialismo yanqui”.

Una de las críticas más ácidas, despiadadas y corrosivas vino de la mano de “prestigiosos” profesores de Universidad pública vasca. Releer hoy las consideraciones del estudio titulado Industrias y políticas culturales en España y País Vasco, dirigida por Ramón Zallo sonroja y causa vergüenza ajena. “El proyecto –decía el estudio– ha sido tan impresentable que no hay una política cultural explícita y el estudio de viabilidad concreto no se sostiene”. “Contrato leonino e inaceptable”, el trato dado a la fundación Guggenheim deja “al País Vasco como si fuera una república bananera sin profesionales de alta capacitación”.

“Un proyecto de alto riesgo” en el que se vaticina el fracaso o la “inexistencia del efecto multiplicador sobre la imagen y la economía vasca”. “Bilbao no es una ciudad turística con capacidad de retención de unos visitantes que además no serán ni la mitad de los que se dicen”.

Los desnortados analistas concluían su análisis aconsejando la renegociación del acuerdo y la redefinición del proyecto (también en los aspectos arquitectónicos). “Seguro –concluía el Doctor Zallo– que no se nos hace caso”. Afortunadamente, digo yo, así fue.

Nada fue fácil en aquel momento. Todo se cuestionaba. Y tampoco podemos olvidar la amenaza terrorista que pretendió una masacre en la inauguración. Masacre abortada por la actuación de la Ertzaintza, que pagó su servicio a la paz y al progreso de este país con la sangre de Txema Aguirre.

Han pasado 25 años desde la inauguración de este icono de la nueva Euskadi. El Guggenheim Bilbao ha sepultado todas las críticas, complejos y apriorismos de quienes tiraron piedras contra su tejado. Un cuarto de siglo con la atracción a Euskadi de 24,7 millones de visitantes (se reían de las previsiones cuando hablaban de la captación de 300.000 visitantes/año). Con una aportación económica al PIB vasco de 5.884 millones y los 911 millones de euros de ingresos fiscales adicionales para las Haciendas vascas (su construcción costó 133 millones de euros.

Sí, el Guggenheim fue mucho más que un museo. Su brillo nos ha cambiado la vida. Nos ha devuelto la ilusión. Suyo es el éxito de la regeneración de la ría. La modernización de la movilidad con el metro. Los servicios, el ocio y la cultura con el Palacio Euskalduna, con el BEC, con la torre, el nuevo San Mamés, la calidad de vida en Abandoibarrra, Zorrotzaurre, la ampliación del Bellas Artes…l

* Miembro del Euskadi Buru Batzar de EAJ-PNV