Para dialogar preguntad primero; después…, escuchad. (Antonio Machado)

EL estudiado lenguaje de la política moldea los mensajes que dirige al ciudadano, incorporándoles los lazos y adornos precisos para ser recibidos, tanto en forma como en contenido, sin dejar ver la absoluta carencia de inocencia que se oculta en la manipulación de la conciencia colectiva. La pobreza intelectual de nuestra clase política está propiciando el creciente alistamiento en las filas de los nuevos cazadores y cazadoras de palabras que, como palomas amenazadas, levantan el vuelo y comienzan a ocultarse en los más recónditos rincones del diccionario de la lengua. Los miembros de la RAE contemplan atónitos cómo el avance del eufemismo está comenzando a dotar toda realidad de un velo de estupidez e infantilismo sin parangón en la historia, con la absurda pretensión de obnubilar lo negativo de la vida, hasta hacernos creer que vivimos en el país de las maravillas donde, cuanto nos ocurre, son experiencias enriquecedoras en este cínico discurso de “lo políticamente correcto”, dejando al desnudo una evidente merma de honestidad. En este lenguaje, nuestra economía no se enfrenta a otro problema que no sea “una ligera desaceleración” (no vaya a ser que la excesiva velocidad nos estrelle, dejándonos tirados en el arcén de la prosperidad) y el de un “crecimiento negativo”, que nos deja la esperanzada miel de la palabra crecimiento. Ya no hay subida del IRPF, sino “recargo complementario temporal de solidaridad” que, claro está, nos descoloca. Ya, tiempo atrás, se habló del “afloramiento de bases imponibles” para tapar con desparpajo una amnistía fiscal. Cuando nos hablan de “reformas estructurales” debemos traducir por recortes en sanidad, educación y servicios públicos. Este modo de información tiene en la sociedad, para beneficio del gobierno, un proceso ralentizado de plena asimilación. Estamos entre los sueldos más bajos de Europa, si bien al gobierno debe parecerle que el pueblo vive sumergido en la orgía de una loca borrachera del despilfarro y propone, con la ecuanimidad que le caracteriza, una “moderación salarial”, tratando de frenarnos los ingresos hasta conseguir el grado de equilibrio que logre abaratar nuestros productos para alegría y regocijo nacional. Del mismo modo, en las crisis que venimos padeciendo nos hablan de “crecimiento negativo”, minimizando el problema al dejar presente la palabra crecimiento. Pero estemos tranquilos, porque ya los desahucios han sido sustituidos por “procedimientos de ejecución hipotecaria” y la forzosa emigración de jóvenes universitarios se ve convertida en “movilidad exterior”, con la alegría que esto conlleva. A la vez, los políticos se apropian de palabras, como es el caso del PSOE, que monopoliza la palabra progresismo, como si el resto de partidos quisiera una involución que anulara todo progreso.

El lenguaje es un don del ser humano; el utilizado en política ha de ser observado con sumo cuidado, sabiendo que tras sus eufemismos se encuentra con frecuencia camuflado algún tipo de engaño. La burbuja eufemística se está inflando hasta alertarnos del riesgo de estallarnos en la cara, dejándonos ver que este lenguaje es desafortunado y peligroso para un progreso real, que precisa una comunicación honesta y transparente dirigida a ciudadanos que ya dejaron atrás su infancia y adolescencia. Este fenómeno, que no se contagia por aerosoles pero sí por mimetismo, está extrapolándose fuera del campo de la política para penetrar en todos los ámbitos sociales, llegando incluso a las cocinas de los hogares (en las que históricamente las mujeres han asumido más trabajos que Heracles), que pasan a ser “templos de la gastronomía” en los que se elaboran platos con petulantes nombres, relegando la sencilla terminología y el convencional modo de cocinar de nuestros mayores, quienes, pese a sus achaques e invisibilidad social, se encuentran en pleno éxtasis disfrutando con entusiasmo de la “edad dorada” y de sus magníficas “residencias” (antes geriátricos) y soledades. No estaría de más practicar algún disfemismo que nos reactive el sistema neuronal y nos permita sentir que la sangre corre por las venas, haciéndonos comprender que el progreso y la grandeza humana residen en el diálogo honesto, libre de una nebulosa de eufemismos; luchar contra él e impedirlo constituye el mayor signo de involución. El modo de ser libre en compañía de los demás es contraponerlo a toda política de la mentira y del silencio. El diálogo, llevado hasta el absurdo, ofrece una posibilidad a la pureza. Qué fácil sería todo si pudiésemos ver que la misión de nuestra existencia es crear felicidad y apartar el asco que inspiran los continuos errores del mundo, tan apoyados en el materialismo histórico y en el determinismo, como enemigos de la libertad. Ni el tentador existencialismo ni el refugio de la religión deben apartarnos de la época ni de los problemas que nos afectan, de lo contrario aceptaremos ser esclavos e ignorantes de la verdad, renunciando a una ética individual al depositarla con dejación en las instituciones. Solo se crea mediante el esfuerzo continuo, tan debilitado, en una sociedad cuyos valores no estaban preparados para desenvolver los paquetes ideológicos que hemos heredado, ni mucho menos para una galopante laicidad que cuestiona una nueva convivencia en la que podamos dejar atrás la frase de Hobbes “el hombre es un lobo para el hombre”, encontrando la recompensa en nuestra lucha por un mundo justo. Si fracasamos queriendo conciliar justicia y libertad, habremos fracasado en todo. Para la religión, la falta de creencias es hija del orgullo humano; para muchos seres, Dios es el hijo necesario del orgullo humano y de la negación de la finitud de la vida. Ríos de sangre y siglos de historia no han logrado el equilibrio de unos valores cuya ética sea universalista. Hay que despedir la filosofía de la angustia y sumergirse en la búsqueda y revalorización de la felicidad, regenerando el amor en el absurdo del mundo y salvando así nuestra mortal existencia. Decía Platón: “Si fuéramos dioses, no conoceríamos el amor”; si ese es el precio a pagar, alegrémonos de ser mortales. Entre los graves errores que cometemos está el empeño de suplir la riqueza interior por la exterior, de la que todo esperamos. Desesperamos de los acontecimientos y ponemos nuestra esperanza en el ser humano, no sin cuestionarnos que exista en ello un punto de locura. La transformación de nuestra cultura empieza por constatar que toda vida enfocada hacia el dinero es una muerte. Hay que tener la fuerza y la clarividencia de elegir. O, si no, no culpar a nadie. Es preciso recordar que las revoluciones no son para que el poder cambie de manos, sino para dar nuevas oportunidades a la vida.

Nunca se ha estado más solo ante la maquinaria de las mentiras. La guerra en Ucrania muestra, una vez más, cómo el hombre se resigna al anonimato y desfila hacia una matanza imperdonable de héroes forzados que, en nombre de férreos paradigmas, no tienen oportunidad de elección en ninguno de los bandos, donde el secuestro de derechos sitúa a todo hombre reclutado ante la espera de ejercer la libertad cuando el poder permita subirla al escenario de la cotidianidad, dejando claro que sus límites son movedizos y mostrando el sometimiento en sus diversos grados. El hombre es una posibilidad infinita que lleva la carga y la responsabilidad de esta posibilidad. Hemos de recordar que la decadencia comienza en el momento que se la acepta. La política es una emanación de la sociedad y su espejo delator. Si la degeneramos, dejarán de ejercerla las grandes inteligencias vocacionales del servicio público. Estamos en una encrucijada en la que los partidos malogran oportunidades en su mediocridad de política tramposa y oportunista, en la que PSOE y PP se disputan, como en Los Caprichos de Goya, el monopolio de los valores sociales, intentando que los ciudadanos los hagan suyos. Precisamos en esta UCI de la política palabras nuevas que traigan sinceridad y determinación, como combustible necesario para nuestra ralentizada sociedad sumergida en el narcisismo del bienestar. Vivimos años en los que la clase política de España ha entrado en un absoluto desprestigio e incapacidad de generar el esfuerzo colectivo. Decía Ortega y Gasset: “No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa”. l