SEGÚN el Informe de la Riqueza Mundial, la pandemia y sus consecuencias económicas no han sido malas para los ricos del mundo. Los individuos que disponen de más de un millón de dólares en inversiones financieras en el mundo han aumentado en 1,7 millones hasta los 22,5 millones y la riqueza global de estos superricos aumentó un 8%, más que el PIB mundial, que lo hizo en un 6%. Si el PIB mundial aumentó en términos corrientes en 11 billones de dólares, la riqueza financiera que se apropiaron los superricos se elevó en la mitad de esa cifra, 6,4 billones hasta 86 billones de dólares.
Es decir, que el sistema funciona más o menos así: de cada euro de nuevo valor creado por el trabajo de todas las personas en el mundo, la mitad es para los superricos (22 millones de individuos) y la otra mitad para el resto de los mortales (7.853 millones de personas, menos los familiares de los primeros). Precisamente esta forma de hacer las cosas es el mayor problema que tiene el propio sistema para mantener en el tiempo un crecimiento consistente de la renta y la riqueza.
El economista norteamericano Robert J. Gordon intentó desentrañar uno de los misterios que más les está costando comprender a los economistas. Desde hace más de veinte años, la productividad en las economías desarrolladas está estancada, y el crecimiento es mucho más lento de lo que cabría esperar dado el volumen de inversión. Gordon identificó en el caso de la economía estadounidense seis factores que inciden en este estancamiento global de la productividad y el crecimiento, pero con una matización y es que sus cálculos van referidos al 99 por ciento de la población menos rico. Cuatro de esos factores tendrían un impacto negativo muy similar en el crecimiento potencial de la economía: el envejecimiento de la población, el estancamiento en el nivel educativo de la población, la creciente globalización y sustitución de trabajo vivo por tecnologías digitales y la crisis energética y medioambiental. Cada uno de estos factores restaría un 11% del crecimiento de la renta por habitante, en comparación al crecimiento experimentado en el periodo 1987-2007.
Por su parte, la acumulación de deuda pública y privada restaría un 17% al aumento de la renta por habitante para la mayoría de los estadounidenses, excluidos los superricos. Pero el factor más limitante en el crecimiento potencial es la creciente desigualdad en el reparto de la renta y la riqueza. Los niveles de desigualdad extremos alcanzados en Estados Unidos supondrán un retroceso del 28% en el crecimiento futuro de ingreso por habitante.
No hay razones para pensar que el impacto de dichos factores en nuestra economía tenga que ser diferente. Pero llama la atención que mientras factores como la deuda pública, el cambio climático, la economía digital o la situación de la educación forman parte del debate político y económico, el factor más limitante del crecimiento potencial, la desigualdad creciente, apenas se asoma en la discusión pública, y cuando lo hace, es en la crónica social de la pobreza, pero nunca en el análisis económico de la concentración de la riqueza y sus consecuencias.
Veamos la situación en la otra gran potencia mundial, China. Con un PIB similar al de Estados Unidos, que además se ha acelerado en las últimas décadas, tiene sin embargo una tasa de superricos en 2021 de tan solo 1 por cada millón de habitantes (1.535 en total), mientras que en Estados Unidos son 22 por millón (7.460). En España, con 228 superricos, cinco por millón de habitantes, estamos mejor situados que Estados Unidos pero peor que China.
A pesar de la conformación de importantes gigantes industriales y de servicios, el capitalismo chino es muchísimo más igualitario que el que conocemos en “Occidente”. De hecho, esa estructura social igualitaria y el aumento de la capacidad productiva de la población mediante un esfuerzo educativo masivo, han sido la base del elevado crecimiento económico de la República Popular China en los últimos treinta años.
Tener una estructura social igualitaria significa que no hay grupos de interés poderosos que puedan imponer sus intereses particulares sobre el diseño de las políticas públicas, lo que significa que la política económica del gobierno puede centrarse en el desarrollo económico a largo plazo del país y no en los intereses a corto plazo de determinados grupos de individuos.
Como señala el economista chino Yao Yang, podemos hacer un experimento mental en el que imaginemos que somos el gobernante de un país, obligado a tomar decisiones en una sociedad igualitaria o en una sociedad no igualitaria. En una sociedad igualitaria, ningún grupo social es lo suficientemente poderoso como para desafiar nuestro gobierno, y ningún grupo social es lo suficientemente rico como para sobornarnos, por lo que nuestra elección racional sería no complacer los intereses de ningún grupo en particular ni aliarse con él. Yang denomina a un gobierno así un “gobierno neutral”. Debido a su postura neutral, un gobierno así es libre de adoptar políticas que fomenten el crecimiento económico, aunque esas políticas perjudiquen a algunos grupos.
En cambio, en una sociedad desigual en la que algunos grupos son lo suficientemente fuertes como para derrocarnos o lo suficientemente ricos como para comprarnos, nuestra opción racional es la de un gobierno parcial que vela por los intereses de los grupos poderosos más que por el desarrollo económico general de la sociedad.
Debido a la ausencia de grupos de interés poderosos en la sociedad china, el gobierno chino se ha convertido en un gobierno neutral en los últimos treinta años. En Estados Unidos, vimos con Obama la imposibilidad de sustraerse al bloqueo por parte de los grupos de presión corporativos para garantizar un sistema de salud público, y acabamos de presenciar cómo se degrada una ambiciosa política de cambios, un paquete que inicialmente iba a ser de 3,5 billones de dólares para políticas climáticas, laborales y sociales (Build Back BetterAct), que se quedó tras 18 meses de debate parlamentario en la aprobación en junio del año pasado de 1,2 billones para infraestructuras, y la reciente aprobación por los pelos en el senado de un paquete de 430 mil millones de dólares para luchar contra el cambio climático y revertir la inflación (Inflation Reduction Act), pero del que se han caído algunas medidas clave como la fijación de precios máximos para la insulina o las ayudas a la natalidad. Las propuestas de facilitar la organización de los trabajadores, desarrollar un sistema sanitario público o el intento de recaudar 1,5 billones de dólares de las empresas y los ricos han pasado a mejor vida.
Mientras, en España los grupos de presión de los superricos han debilitado por ejemplo el poder transformador de la política energética (desde las privatización, pasando por el impuesto al sol del PP, a la incapacidad de fijar el precio de la energía del PSOE, este es un sector de libro en el que los intereses del consejo de administración se imponen a los del consejo de ministros), la fiscal (son los asalariados los que apechugan con la mayor parte de la carga tributaria), o la financiera (los 65 mil millones de ayudas públicas que quedan a beneficio de inventario, o la ineficiencia social de un sistema bancario hiperconcentrado, a mayor gloria del accionista), y están reduciendo el potencial del crecimiento al presionar en favor de las privatizaciones, afectando al nivel educativo y de salud de la población.
No es solo la falta de ideas; es la dificultad de traducir en políticas públicas las ideas que suponen algún coste para los superricos lo que está lastrado las economías de “Occidente”. Pero ya se sabe, como afirmaba Sancho: las necesidades del rico, por sentencias pasan en el mundo.
* Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV